HABLANDO EN EL DESIERTO

Francisco Bejarano

La mujer rural

T ODO incita a vivir en las ciudades: la televisión, las películas y la verdad a medias de que las posibilidades de prosperar y de ascender están en la vida urbana. Puede ser en algunos casos; en la mayoría, lo dudo. Las ciudades tienen caras ocultas, peores cuanto más grandes, más feas cuanto más pobre se sea. Claro que quien vive en el campo y en pueblos pequeños en contra de su voluntad y desea vivir en una ciudad cuanto más grande mejor, será infeliz; pero en el campo elegido voluntariamente o por vocación de una labor determinada se vive bien. Ni todos los campos son iguales de civilizados, ni todas las ciudades representan a la civilización, ni todas las mujeres rurales necesitan apoyos y recordatorios especiales. Los días institucionales no hacen distingos, no cuentan con que cada persona tiene unas circunstancias que la salvan o la condenan viva donde viva. No creo que hoy la mujer viva peor en el campo que en las ciudades.

Todavía el campo, a pesar de los adelantos, de los nuevos cultivos y de la manera de hacerlos, es la referencia de lo natural frente a lo artificioso de las ciudades. Tanto de día como de noche, en particular de noche, y en cualquier estación del año nos encontramos con el hombre antiguo que somos. Nadie siente ajeno el campo y sí muchas ciudades, incluso en la que ha vivido siempre cuando crecen demasiado y empiezan a ser inhabitables. Las poblaciones que exceden de los 100.000 habitantes se salen de la medida humana, se llenan de desconocidos y de zonas a las que nunca iremos. En la ciudad tenemos la sensación de que un fallo, insignificante en apariencia, puede desencadenar un colapso, y en el campo, salvo desastres naturales, nos sentimos más seguros. Es verdad que los delincuentes romanos se fueron a delinquir a los campos cuando Roma tomó precauciones, pero hoy la sordidez humana está en las ciudades.

La mujer rural, si no es tonta -todo depende de la inteligencia- vive más acorde con la naturaleza y tiene a su familia protegida de los males de la ciudad. Los medios de información, los ordenadores y los libros llegan a los desiertos inhóspitos, y no pocos de los habitantes rurales tienen medios para que sus hijos estudien. Es un peligro añadido, porque, si estudian, y no son muy listos como los daneses, dejan el campo para irse a vivir a la ciudad, y de honrado labrador pasan a la inferior categoría de licenciado corriente. La tendencia de la mujer rural -si no, el dedicarle un día es inútil- es a ser ingeniera agrónoma o veterinaria con una casa amplia llena de libros y de obras de arte, y, desprendida de las joyas y galas de la fiesta de la noche anterior, levantarse, ponerse el delantal y dar órdenes para que todo funciones como es debido. La mujer del campo pobre, analfabeta, sojuzgada por su marido y sus hijos, no es rural, es también de las ciudades, pero en las ciudades se defienden y viven peor.

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