¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Los obispos vascos

ETA ha demostrado hasta qué punto, quizás por la falta de romanización, el catolicismo vasco era epidérmico

En su novela Patria (ojo, ya va por los 700.000 ejemplares vendidos), Fernando Aramburu intenta dotar a casi todos los protagonistas de un punto de humanidad. Incluso el siniestro y primitivo personaje del etarra, producto de esa mezcla de ruralismo neolítico y de industrialismo que se da en los valles vascos, es tratado como un ser complejo con razones que no se justifican, pero sí se explican. Sin embargo, en este libro hay un secundario hacia el que el autor no puede esconder una profunda antipatía y repulsión: el cura halitoso y melifluo que se encarga de dar coartada moral a los crímenes de los valientes gudaris. Una auténtica babosa.

A estas alturas, no vamos a descubrir a nadie la profunda responsabilidad que ha tenido la Iglesia vasca en la carnicería del norte. Las razones son muchas y complejas: los orígenes carlistas del nacionalismo vasco, la condición rural de buena parte del clero bajo -estrechamente identificado con los anhelos de sus feligreses-, la fascinación a partir de los sesenta por la iglesia revolucionaria y guerrillera latinoamericana… Todo fue creando un fermento que hizo de sacristías y seminarios auténticas zonas francas y logísticas para los terroristas. Sin esta coartada moral suministrada por el clero vasco (cuya máxima expresión fue el prelado Setién, una de las figuras más siniestras de nuestra historia reciente) jamás ETA habría arraigado con tanta fuerza en aldeas y barrios.

Ahora, en un comunicado sospechosamente sincronizado con el último movimiento realizado por los despojos de ETA, los obispos vascos piden perdón al mismo tiempo que, eso sí, nos recuerdan el sufrimiento de los presos y bla, bla, bla. Nosotros no tenemos nada que perdonar. Las víctimas a las que se negó el consuelo y fueron tratadas como apestadas, sí. Sólo ellas son las que pueden conceder la absolución a esos cuervos. Para quien le sirva, queda el consuelo de los templos vascos vacíos, abandonados por una muchachada abertzale que, pese a la ayuda recibida, terminó optando por el ateísmo de garrafa o el paganismo de souvenir de lauburus y txalapartas. ETA ha demostrado hasta qué punto, quizás por falta de romanización, el catolicismo vasco era epidérmico. Pese a San Ignacio (llamado Íñigo por los que nunca comprendieron el sentido universal de su mensaje), en las parroquias de los verdes valles del norte había muy poco de Cristo y mucho de simple carcundia clerical.

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