Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

La palabra dada

Lo paradójico es que, con semejante abundancia de mensajes, la palabra dada carece ya de valor

En 1953, tras el estreno de Esperando a Godot en París, el escritor irlandés Samuel Beckett, futuro Premio Nobel, empezó a disfrutar del reconocimiento que llevaba mereciendo desde hacía décadas. Con el éxito aumentaron también sus ingresos, lo suficiente como para comprar una casa de campo en una pequeña aldea al norte de la capital francesa, donde residía. Allí entabló amistad con un carpintero de origen búlgaro que le confesó los problemas que tenía para llevar al colegio a su hijo de siete años: por una parte, los compromisos contraídos le obligaban a comenzar la jornada cada vez más temprano y, por otra, el vetusto transporte escolar se negaba a ceder una plaza al chico por alguna razón que el padre no llegó a explicar del todo. Beckett, que disponía de bastante tiempo libre, se ofreció a llevar al hijo de aquel hombre al colegio todas las mañanas. Y cuando se presentó al día siguiente en la casa del carpintero con su Citroën 2CV azul, comprendió enseguida cuál era la verdad raíz del asunto: a su corta edad, el chaval sufría algún tipo de gigantismo y su altura casi alcanzaba ya los dos metros (superaría los dos metros y veinte centímetros poco después). El hijo del carpintero era André El Gigante, estrella internacional de la lucha libre en los años 70 y 80 y actor ocasional en películas como La princesa prometida.

El pequeño André se metió como pudo en el coche, pero Beckett admitió que necesitaba un automóvil mayor por una mera cuestión de seguridad: casi le era imposible conducir con aquel paquete. Así que no tardó en hacerse con una furgoneta, ya bastante venida a menos (las liquidaciones de Godot tampoco daban aún para tanto) pero suficiente para que tanto el conductor como el copiloto pudiesen viajar con una comodidad mínima. Hasta que algunos años después el colegio encontró un medio para facilitar el transporte a André, Beckett, quien legítimamente pudo haber reculado al considerar que el carpintero no le había contado toda la verdad, no faltó ni una sola vez a la cita y llevó a aquel entrañable Goliat a la escuela todas las mañanas, lloviese, nevase o tronase. Durante el camino, tenían tiempo para hablar de una pasión común: el cricket. Y para hacerse buenos amigos.

Recordé esta historia hace unos días cuando no recuerdo qué intelectual celebraba el hecho de que hoy se leyera más que nunca, aunque fuera en las redes sociales. Lo paradójico es que, con tal abundancia de mensajes, la palabra dada carece ya de valor. Hay demasiada gente borrando lo escrito, desdiciéndose, poniendo digo donde puso Diego. El imperio de los mezquinos.

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