Tengo la suerte de vivir cerca de un paraíso natural que, visitado en pequeñas dosis, me enseña a vivir la vida, me muestra lo que es la vida, me regala y me da la vida.

Al menos en este detalle el destino no ha sido esquivo conmigo y con mi carácter.

Pero les hablaba de mi paraíso, un trozo de tierra y agua a pocos kilómetros de mis huellas, donde las charlas se maridan con los cafés conservados en los termos que siempre conocí en casa de mi abuela; donde los bocadillos de nocilla abren de par en par los pasadizos de las nostalgias y donde los niños no se cansan de ser niños, de querer ser niños, de soñar con ser niños.

En este paraíso siempre hay ruido. Siempre hay bullicio. Siempre hay un motivo para volver.

Tiene este paraíso nombre y perfil de mujer, y le gusta ir tostando la piel desnuda de mi alma de manera pausada, sin prisas, parsimoniosamente, como un romance a medio escribir y como me tomo la vida al ver ese idilio eterno entre el mar y la orilla o entre la orilla y el mar.

La sombra que necesito en mi refugio me la proporciona una simple sombrilla. El descanso lo alcanzo con una silla pasada de moda. Y el frío lo combato con una vieja toalla que conoce todas las cicatrices de mi cuerpo y que manda a callar a todos los escalofríos de mis silencios cuando reparo en ellas tras cada baño.

Me gusta pasear por las costillas de este paraíso cuando el sol pliega velas en la lejanía.

Me gusta desnudarme ante él.

Me gusta olvidarme del mundo cuando respiro sus suspiros… y suspiro cuando respiro bajo su mundo.

La playa… ese paraíso cercano que envuelve en felicidad los calores de estos meses de letargo.

Aprovéchense y búsquense en ella.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios