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Jesús / Rodríguez

Los presagios

A cepa revuelta

UNA de las trampas más pérfidas del lenguaje la encontramos en la palabra "edad", entendida como "tiempo que se ha vivido". A pesar de que la definición es clara, el genio de la lengua ha urdido una encerrona en el habla coloquial. Me explico : el modo corriente de preguntar a alguien por su edad no es "¿cuál es tu edad?", sino "¿cuántos años tienes?". En cuanto digamos una cifra habremos caído en la trampa, porque los años que tenemos no son los que hemos vivido, sino los que nos quedan por vivir. Así es : los años que fuimos cumpliendo los perdimos para siempre, se nos escaparon y tenemos sobre ellos el mismo dominio que sobre un amor frustrado, que sólo es nuestro su recuerdo.

Tenemos, por tanto, aquellos años que nos restan por vivir, no los cumplidos; por eso cuando, cumplidos los setenta, nos pregunten por los años que tenemos, debemos contestar : "Diez. Acaso, veinte". Y sonreiremos después al pasmado preguntón, que, atrapado en el cepo del genio de la lengua, ignora el principio de que son los niños y no los ancianos quienes "tienen" muchos años.

De ello se deduce que hemos de preocuparnos sobre todo de lo que nos pertenece: el futuro. Así es, el pasado huyó de nosotros (si acaso, nos queda su nostalgia) y el presente no existe : "ahora" es en realidad "todavía", nuestra vida entera condensada en un instante. Ello no significa, sin embargo, que nos olvidemos de aquel "carpe diem" que propugnaba Horacio, porque jamás debemos desaprovechar el momento en que vivimos : lo que hagamos hoy es muy importante, puesto que estamos gastando en el esfuerzo todo un día de nuestra vida.

Ahora, que releo lo escrito, pienso que estoy tratando de armar de razones a una completa obviedad, porque no hay hombre que no se preocupe, más que nada, por lo que le tiene reservado el futuro. Lo vemos en el éxito de charlatanes y adivinadores a lo largo de toda la historia de la Humanidad.

En España, por lo menos, los adivinos (que hoy se hacen llamar "futurólogos", como si el futuro fuera una ciencia) tuvieron siempre prestigio social; que fuera en los salones del palacio o en el dintel de la chabola, dependía sólo del talento que tuvieran para formular sus predicciones : cuanto más abstractas, menos posibilidad de error. Sólo la buena consideración social de la adivinación puede explicar que a Lope de Vega no le pareciera irreverente incluir en 'La vuelta de Egipto' el pasaje en que una gitana lee la buenaventura al Niño Jesús.

Este prestigio social de la adivinación no es propio sólo de épocas antiguas, de ínfima cultura general, sino que sigue existiendo en la sociedad de hoy, porque la credulidad nada tiene que ver con el desarrollo económico o tecnológico. En Jerez, los anuncios por palabras del periódico de hoy nos dan conocimiento de dos oráculos : uno, adivina todo "sin sonsacar"; y el otro, se ha constituido en "gabinete" y da "soluciones garantizadas", aunque sin especificar quién presta el aval. He llamado y me dicen que el servicio se puede pagar con tarjeta, aunque no admiten cheques personales, de lo que se deduce que la credulidad y la candidez están reservadas sólo a los clientes.

En cualquier caso, si se trata de dilapidar dinero, prefiero la lectura de las manos de ese aluvión de gitanas de la Feria, que lo mismo te venden un clavel que la clave del futuro. Te abordan con un "Marqués" tan persuasivo que hasta compones la figura, y te hablan de una morena y una rubia que se disputan tus favores. El problema es que en su pronóstico ganan ambas, con lo que te vas con la misma duda que - en su caso - llevaras. Los veinte euros que pretenden como remuneración están, sin embargo, amortizados con la satisfacción que da sentirse por un momento aristócrata y la razón de dos amores arrebatados.

Yo, antes, jamás había creído en las profecías. Y digo "antes", porque una hoja que encontré la semana pasada en un puesto del mercadillo de los domingos, ha hecho temblar mis convicciones. Se trata de una página del 'Almanaque' que escribió en 1756 el presbítero Diego de Torre Villarroel. Había oído hablar de que sus presagios eran portentosos, pero nunca había tenido la ocasión de ojear la obra.

En realidad, no se trata de una idea original suya, sino que sigue los pasos de los "piscatores" - llamados así en memoria de su precursor, el astrólogo milanés Piscator de Sarrabal -, tan de moda en el siglo XVIII. Estos "piscatores" consistían en pronósticos hechos por sus autores sobre sucesos futuros, en la hoja correspondiente a cada día del año. El que yo compré se refiere al mes de abril y profetiza de modo asombroso la Revolución francesa, con el mérito añadido de hacerlo en octosílabos. Dice así : "Cuando los mil contarás/con los trescientos doblados/ y cincuenta duplicados/con los nueve dieces más./ Entonces tú lo verás,/mísera Francia te espera/ tu calamidad postrera/ con tu rey y tu Delfín./Y entonces tendrá su fin/ tu mayor gloria primera".

Hagan números y asómbrense : 1790. El año en que Luis XVI se vio obligado a jurar la constitución que acababa con sus prerrogativas reales. El 23 de abril de 1793 fue ejecutado, pero cuando el presbítero escribió la hoja, treinta y cuatro años antes, la monarquía francesa vivía la cúspide de su gloria.

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