De vicio

Cambiamos la acción de gracias de después de las comidas por el dolor de los pecados dietéticos

El último ritual de estas fiestas parece ser protestar de los kilos ganados y de cuantísimo se ha comido. A poco que uno esté conectado a WhatsApp, a Twitter o a Facebook, estará ya absolutamente empachado de chistecillos dietéticos y obesos.

Todo lo cual me arrastra a una paradoja insoluble, porque, harto de escuchar protestas, vengo a..., protestar. Qué círculo vicioso: no puedo dejar de quejarme de los que no dejan de quejarse, quiero decir, de los que se quejan de vicio. En la vida, hay razones de peso (precisamente) para llorar, y contra ésas no tengo nada, sino lo contrario. Pero de haber comido mucho, a no ser que uno sea una oca francesa a la que rellenaron el buche con un palo a la fuerza, no conviene. Hay que cerrar el pico o antes, cuando se estaba ante la bandeja de polvorones, o después, cuando la bandeja de polvorones, nada por aquí, nada por allí, ha desaparecido, y uno sigue abriendo el pico, ay, para entonar su lamento.

Pensemos un poco en el ejemplo que estamos dando. Una sociedad plañendo unánime y amargamente por los dulces que se tomó porque quiso. ¿Qué pensarán de nosotros los hombres de tantas épocas más duras y de otras latitudes menos abastecidas? Si alguna vez me entrasen -y me entran- ganas de quejarme por estar gordo, prometo no abrir la boca, sino la puerta, e irme corriendo a hacer running hasta perder el resuello. Vivimos -nos quejamos (y dale con la queja)- en una sociedad muy llorona, fofa y blandengue, y lo hacemos después de sollozar porque hemos comido demasiado.

Pensemos en los pavos, en los cochinillos, en los besugos, en las gambas o en los turroneros y en vitivinicultores que con su vida o con su esfuerzo hicieron posibles esas opíparas comidas, pensemos también en los cocineros o cocineras que nos las prepararon, y en los que pusieron la mesa con la mayor de las delicadezas, pensemos en todos, y avergoncémonos de ir por ahí gimiendo. Con tanto laicismo, hemos cambiado la acción de gracias de después de las comidas por el dolor de los pecados y el propósito de enmienda feble. Si la copiosidad iba a entorpecer mi alegría, tendría que haberme controlado, si por la dietética no, por la ética y por la estética. Se me fue la mano, vale, no se me puede ir, además, la lengua. Si pensamos que engordamos, hagamos el propósito de adelgazar en el año que arranca, pero que sea, por favor, un propósito firme y, sobre todo, silencioso.

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