Jarro de agua fría sobre la reforma de la Constitución

Si el cambio es una artimañana para asaltar el poder mediante el abuso de la democracia binaria o para acabar con un país, la respuesta es no

La Constitución acaba de cumplir 38 años, y en todo este tiempo sólo se han cambiado dos artículos. A pesar de que la Carta Magna es en cierto modo un manual de instrucciones sobre cómo se debía descentralizar el Estado, por lo que buena parte de su articulado ha sido superado y ya es historia, el texto se mantiene intacto. Basta pensar que la Constitución no nombra si quiera cuáles son las comunidades autónomas en las que se divide el país. Otros artículos, como la prevalencia del hombre sobre la mujer en la sucesión de la Corona, son una anacronía política. Esta Constitución, que ha cumplido con sus objetivos, necesitaba algunos ajustes, en eso hay un alto grado de consenso. Sin embargo, a la reticencia del PP a abrir la reforma, reticencia que ha sido vencida, se une ahora el crecimiento de los populismos, lo que supone un jarro de agua fría sobre el proceso futuro. Podemos, por ejemplo, quiere que la modificación, sea cual sea, pase por el filtro del referéndum, sabedor de que es el mejor modo de acabar con los gobiernos. Lo ocurrido en Italia a Matteo Renzi no es baladí, demuestra como una buena reforma, necesaria en ese caso, puede ser rechazada con el único interés de hacer caer al Ejecutivo. De los grupos que conforman el Congreso, sólo son constitucionalistas PP, PSOE y Ciudadanos, y esto complica el final de la futura reforma. Podemos propone una Constitución para un país que no es España, un Estado confederal y plurinacional, que consagra el derecho a la independencia de sus regiones si de por sí deciden ser naciones. Los independentistas, simplemente, no quieren estar en España, y los soberanistas vascos tiene una visión muy particular de la reforma. Por tanto, cabe preguntarse si es el momento de abrir este melón constitucional, aun reconociendo que son necesarios los ajustes. La subcomisión del Congreso debe hacer un análisis serio sobre cuántos y quiénes son los reformistas de buena voluntad, no vaya a ser que después de 38 años sea peor el cambio que el inmovilismo. Es cierto que la reforma debería responder al problema territorial que supone Cataluña, y se han propuesto fórmulas imaginativas que deben ser exploradas. Ahora bien, ninguna reforma puede consagrar la desigualdad entre españoles; se trata, precisamente, de lo contrario. El acto que se celebró ayer en el Congreso es una muestra de este problema. No fueron los partidos vascos ni catalanes, y Pablo Iglesias y Alberto Garzón enviaron a sus subalternos. Cabe preguntarse si el camino de la reforma merece la pena. Si desde luego es una artimaña para intentar asaltar el poder mediante el abuso de la democracia binaria o para acabar con un país, la respuesta es no.

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