Tribuna

jOSÉ MARÍA AGÜERA LORENTE

Catedrático de Filosofía

Cultura científica contra la credulidad

Estoy con Carl Sagan en el reconocimiento de la urgente necesidad de la construcción de una cultura científica popular integrada en lo que se conoce por cultura

Cultura científica contra la credulidad Cultura científica contra la credulidad

Cultura científica contra la credulidad

El trabajo cotidiano, silencioso y paciente de los científicos, el que no salta a los titulares de la prensa o de las páginas populares de internet, sino que suele ser plasmado en las revistas científicas especializadas que sólo leen los profesionales del gremio, tiene que ver con las, en su mayoría, modestas preguntas productivas que nacen de la honestidad intelectual y la pasión por saber, que es el corazón de la actividad científica. Un trabajo ignorado por el grueso de la ciudadanía, la cual, a la postre, se beneficia del mismo, sin que eso tenga como contrapartida un genuino interés por el esfuerzo de una anónima pléyade de científicos que investigan a pesar de las nada favorables condiciones en las que lo hacen, sobre todo en nuestro país. Una ciudadanía que en gran medida muestra una pereza intelectual que no favorece su crecimiento intelectual. Como escribió en cierta ocasión el geólogo ya difunto Salvador Reguant: "A veces parece que el progreso científico-técnico no va a la par con el mejoramiento de la capacidad mental de los seres humanos".

Estoy con el Carl Sagan de la serie de televisión pionera en la divulgación científica, de gran valor artístico a la par que rigurosa, Cosmos, y del libro martillo de la credulidad posmoderna El mundo y sus demonios, en el reconocimiento de la urgente necesidad de la construcción de una cultura científica popular integrada en lo que tradicionalmente se ha tenido por cultura, y que jamás ha incluido las aportaciones de las que se suele reconocer como ciencias (física, química, biología, matemáticas...) para de esa manera constituir el núcleo duro de una forma de pensamiento exigente con las creencias, una forma de pensamiento que funcione efectivamente como contención en todos los frentes, no sólo el elitista de la academia y de los ámbitos profesionales de la investigación especializada, sino también el ordinario de la gente corriente en los distintos contextos en los que se desenvuelve la diversidad de sus actividades. Porque tampoco hay que soslayar el hecho de que la condición de científico profesional sin más no vacuna a quien la disfruta contra el virus de la irracionalidad. La ciencia, en consecuencia, como arma que puede ser enormemente poderosa ha de administrarse democráticamente, para lo que se precisa necesariamente la vigorosa implantación social de esa cultura científica. Como escribió en 1877 William K. Clifford, matemático y filósofo inglés en su hermosísimo ensayo -aún no traducido que yo sepa al castellano- The ethics of belief: "No son únicamente los principales de los hombres, estadistas, filósofos, o poetas, los que se hallan ligados a este deber para con la humanidad. Cada hombre sencillo que intercambia opiniones cada día en la taberna de su pueblo puede contribuir a aniquilar o mantener con vida las fatales supersticiones que paralizan a su especie. Cada esforzada esposa de obrero puede transmitir a sus hijos las creencias que salvaguardan la integración social, o las que la hacen añicos".

Para que el hombre sencillo (rustic dice Clifford en el inglés original) esté en disposición de combatir la credulidad no basta con el trabajo especializado y valiosísimo, pero desconocido e incomprendido para la mayor parte de la ciudadanía, de los científicos profesionales, exquisitos especialistas en sus cada vez más reducidos y acotados ámbitos de investigación. Se requiere buenos divulgadores de la ciencia y practicantes del pensamiento racional y escéptico, ya sean periodistas, filósofos, profesores o mismamente científicos; sobre todo, científicos que han de abandonar a ratos sus torres de marfil como un deber que ha de tenerse por constitutivo de la propia ética científica. En esta tarea cabe tejer legítimamente una visión del mundo que se alimente de las aportaciones de los diversos campos activos de investigación, sujeta, por tanto, como el propio método científico exige a permanente y rigurosa revisión, pero que es irrenunciable si se quiere competir en el espacio de las creencias compartidas por el común de la ciudadanía en el ámbito político de las democracias modernas y, por ende, laicas. Si se renuncia al trabajo de composición de una intelectualmente honesta cosmovisión científica se deja el campo libre a aquellas carentes de todo fundamento científico, con los peligros que de ello se derivan asociados al fanatismo y al sectarismo.

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