Tribuna

Francisco j. ferraro

Miembro del Consejo Editorial del Grupo Joly

La Renta Básica como nueva política redistributiva

La Renta Básica Universal (RBU) es un ingreso regular pagado por el Estado al que tendría derecho cualquier ciudadano independientemente del trabajo y de su nivel de riqueza. Una propuesta que está adquiriendo relevancia como nueva opción de la política redistributiva y que, si finalmente se implantase, tendría gran trascendencia económica, social y política porque redefiniría el Estado de bienestar.

Sus promotores esgrimen en su defensa razones de justicia social (la riqueza de una sociedad es resultado del esfuerzo de muchas generaciones, por lo que es justo repartirla), de profundización de la libertad (los individuos no serán realmente libres si no disponen de un sustento vital garantizado), de erradicación de la pobreza y de compensación al desempleo tecnológico. También se apuntan efectos positivos colaterales, como flexibilizar el mercado de trabajo sin salarios mínimos obligatorios, permitiría rechazar las malas ofertas de trabajo, aumentaría la retribución de los trabajos más desagradables y contribuiría al desarrollo del voluntariado. Incluso economistas liberales, como Charles Murray, han defendido la RBU como una alternativa que sustituiría a todas las transferencias sociales, con lo que se simplificaría la burocracia y mejoraría la libertad individual.

Frente a estas justificaciones también se esgrimen múltiples inconvenientes. Los más significativos son el efecto desincentivador del trabajo y su elevado coste. Además, generaría inflación, limitaría las posibilidades de inversión productiva, y el trabajo desagradable o mal remunerado lo realizarían inmigrantes sin derecho a percibir la RBU y, si no fuese necesario ser ciudadano residente para percibirla, el flujo inmigratorio sería masivo. Otros analistas, como Juan Ramón Rallo, apuntan que la solidaridad es un fin muy loable, pero no puede ser impuesto por la fuerza.

A pesar de estas restricciones, existen distintas iniciativas para poner en práctica la RBU. En Suiza se sometió a referéndum el pasado mes de junio una propuesta de 2.200 euros de renta para todos los ciudadanos, aunque fue derrotada por amplia mayoría. En Utrech (Holanda) se ensayará con una renta de 960 euros al mes durante dos años a 250 de sus ciudadanos. También en Finlandia existe un proyecto para este año (2.000 personas y 560 euros), en Canadá y Oakland (California).

Entre todos los inconvenientes apuntados anteriormente el más determinante es su viabilidad económica. Abraham Zacuto calculaba el coste potencial de una renta básica de 8.114 euros anuales (umbral de la pobreza) para los españoles mayores de 18 años en el año 2013 en 309.297 millones de euros (30% del PIB), que si se le resta el 9% del PIB que se ahorrarían en otras prestaciones sociales, quedaría un coste neto de la RBU equivalente al 21% del PIB, lo que exigiría aumentar los ingresos públicos en un 55% de lo recaudado en 2013. Este aumento de la presión fiscal generaría múltiples efectos económicos: deslocalización de empresas, desincentivos al trabajo, fraude fiscal y economía sumergida, que harían imposible alcanzar la recaudación fiscal para financiar la RBU.

Estas dificultades han propiciado políticas menos ambiciosas como las de renta mínima, de inserción o el impuesto negativo sobre la renta. En España existen diversos programas asimilables a los de renta mínima con un coste del 3,5% del PIB nacional (de los más elevados de Europa), a pesar de lo cual tienen un grado de cobertura limitado y heterogéneo (la Junta de Andalucía tiene un programa de renta mínima de inserción para familias sin ingresos de 402 euros mensuales durante seis meses). Si se quisiese extender la renta mínima a todos los hogares por debajo del umbral de la pobreza exigiría un gasto público adicional cercano al 5% del PIB, lo que constituye una limitación importante para un país como España con elevados déficit y endeudamiento públicos, que ya ha comprobado las dificultades para financiar la Ley de Dependencia. Además, un programa de renta mínima generalizado tendría que evitar injusticias (podrían recibirla familias con elevados patrimonios) e incentivos perversos (aumento de la economía sumergida, abandono temprano de la educación y atracción de inmigrantes), produciéndose una alteración en los incentivos para el comportamiento de una buena parte de la población.

En consecuencia, las distintas políticas de renta básica y mínima, si bien están soportadas por consideraciones morales respetables, presentan riesgos de diversa naturaleza y costes que la ponen en cuestión. Por ello, es aconsejable analizar los resultados de las distintas iniciativas en curso antes de que los partidos políticos realicen ofertas electorales que fácilmente se convierten en objetivos sociales ampliamente compartidos y, su no realización, en frustración social.

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