Tribuna

Santiago Muñoz Machado

Académico de la Real Academia Española y de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

El caballero Ángel Peralta

Sin el campo, los caballos y su amor por todo lo hermoso, no se entendería su afición por la poesía. Sus composiciones hablaban de amor y naturaleza, y eran románticas y sencillas

El caballero Ángel Peralta El caballero Ángel Peralta

El caballero Ángel Peralta / rosell

Hace un mes que falleció en Sevilla Ángel Peralta, el bastión más duradero y respetado de una España que declina: don Ángel para todo el universo taurino, el Centauro de las Marismas para el mundo del espectáculo, el polifacético rejoneador, empresario y poeta.

Tenía noventa y tres años, pero siempre le había ganado a la edad todas las batallas. Con noventa cumplidos todavía se dejaba ver a caballo en las plazas de tientas dando instrucciones a su pupila, Lea Vicens. Estuve con él en uno de aquellos ensayos y soy testigo de la firmeza con la que se mantuvo durante horas a lomos de uno de los hijos de la Bruja, la yegua portentosa de la que han nacido sus mejores caballos. Había que ayudarle a subir a la silla, pero una vez arriba quedaba acoplado de esa manera natural que permitió crear la leyenda de que caballo y caballero eran el mismo individuo: un hermoso centauro. Necesitaba ayuda porque en 1990 sufrió, con más de sesenta años, el percance mayor de su vida. Su caballo se afligió inesperadamente al pasar por el pitón derecho de un toro complicado e informal, en una modesta plaza de pueblo, y rodó por el suelo aplastando al rejoneador. Le rompió varias costillas y le destrozó una rodilla para siempre.

Rejoneaba desde los años cuarenta y había conseguido el respeto inmediato de los profesionales taurinos, de los empresarios y ganaderos. Se caracterizó enseguida por su dominio absoluto de los caballos, sus buenos amigos. Tuvo una habilidad especial para convencerlos de que colaboraran con él. Siempre decía que el arte de la doma y del rejoneo consistía en conseguir que los caballos confiaran en su jinete. Juan Belmonte, que también fue amigo suyo, especialmente cuando dejó el toreo a pie y se hizo rejoneador, dijo una vez que Ángel llevaba a las plazas su caballo metido en una maleta, arrugado y descompuesto, pero cuando lo ensillaba, aquel animal se recomponía alegre y pinturero y dejaba pasmada a la gente con su arte.

Contaba el rejoneador con humildad las suertes que habían realizado por primera vez en la historia unos y otros de sus compañeros de trabajo: el recorte saliendo por el pitón izquierdo, y no por el derecho como era habitual; la suerte de la rosa; matar a estoque; citar haciendo el piafé balanceado, que no había caballo capaz de ejecutarlo, y cada una de las inacabables innovaciones a que le llevaba su espíritu inquieto.

Cuando empezó llevaba los caballos en un camión sin especial adaptación. Los separaba fijando sogas entre ellos y él dormía en una hamaca en la misma caja del transporte, entre los caballos.

Algunos años, las largas travesías de cientos de kilómetros no le impedían visitar a alguna dama de la que estuviera enamorado. Se convirtió en legendaria su amistad con Ava Gardner, aunque la verdad de esas míticas relaciones las conocieron muy pocos de sus amigos. Lo asombroso ha sido que mantuviera, en estas cosas, una perpetua ilusión.

Sin el campo, los caballos y su amor por todo lo hermoso no se entendería su afición por la poesía. Sus composiciones hablaban de amor y naturaleza, y eran románticas y sencillas. Muchas dedicadas a sus amigos. También escribió centenares de "cabriolas", como el llamaba a las sentencias breves o aforismos, que recogían sus pensamientos sobre todas las cosas de la vida.

Se nos ha muerto Ángel Peralta y he recibido la noticia en Ciudad de México, a donde me han traído compromisos académicos. Me llegan a América, donde continúo días después, las imágenes del cortejo fúnebre que lo ha despedido. Lo abrían sus caballos, ensillados, con la crin trenzada y recogida, la cola peinada y suelta, conducidos a pie por sus leales mayorales, esperando en vano sentir una vez más la impecable monta del inefable caballero.

Recordaba Ángel orgullosamente el más grande de sus éxitos en la Monumental de México, un día en que la afición la llenó a rebosar. Estaba cuajando una faena formidable y el público gritaba entusiasmado. Sonaba la música y, cuando llegó la hora de la suerte final, citó al toro haciendo su caballo el piafé balanceado. Lo nunca visto allí. Los aficionados interpretaron que el animal estaba bailando el jarabe tapatío, la danza mexicana más popular, y todos los presentes empezaron a hacer lo mismo con una alegría incontenible. Enseguida se empezaron a despojar de sus grandes sombreros y los lanzaron al ruedo hasta alfombrarlo por completo. Tuvo que pararse la lidia mientras se despejaba lo imprescindible para poder terminar la suerte restante.

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