Tribuna

Javier hernández-pacheco

Catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla

La deriva hacia el nacional-moralismo

Lejos de la tentación liberal, la nueva derecha confía en que vuelvan la Francia de siempre, la España del 'baby boom', incluso la Alemania del 'Blut und Boden'

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La deriva hacia el nacional-moralismo

Fui candidato en las listas de VOX en las elecciones autonómicas de 2015. Me movió a ello la amistad con alguno de sus promotores, que me hablaron de un ideario liberal-conservador, que buscaba sitio para valores que el Partido Popular había abandonado.

Con asombro ante lo que considero -se ve que es mi sino- una nueva traición a esos principios, veo cómo Santiago Abascal ha reposicionado su movimiento en la órbita antieuropeísta del Frente Nacional de Le Pen. Supongo que pretende así relanzarse políticamente con una nueva oferta que dé salida, ahora desde la derecha, al mismo resentimiento izquierdista que produce la globalización. Pero esta deriva supone una ruptura con cualquier tradición liberal. La sociedad abierta, la del libre intercambio y movimiento de mercancías, servicios, capitales y en lo razonable también de personas, se percibe como antagónica a la prosperidad nacional y muy especialmente a la homogeneidad étnica, amenazada por una inmigración masiva. Por eso esos partidos, populistas por la derecha, se presentan también como antisistema, muy especialmente contra instituciones como la Unión Europea, el euro o los tratados de libre comercio. Abominan especialmente del libre tránsito de personas. Ya no se trata de ordenar razonablemente y de someter al imperio de la ley un flujo de población que busca entre nosotros protección de derechos y bienestar económico; flujo que, dada la precaria natalidad occidental, nosotros necesitamos lo mismo o más que ellos. Se trata de pararlo e, incluso, sin atender a obligaciones de solidaridad global o histórica, de revertirlo, como amenaza de la propia identidad.

Abandonado el liberalismo, el resto conservador confía en que el "renacimiento nacional" va a suponer la vuelta a esos valores morales que se perdieron en el marco de una sociedad abierta. La amable convivencia en un vecindario seguro y "de los nuestros", los valores de identidad sexual, el respeto a la vida, incluso la recuperación de las obligaciones procreadoras de familias estables, es algo que "volverá", junto al sano disfrute de los vinos y quesos locales, cuando, como paso previo, recuperemos esa identidad nacional perdida en un mundo globalizado. Lejos de la tentación liberal, la nueva derecha (les gusta llamarse alt-right en vez de "extrema") confía en que vuelvan la Francia de siempre, la España del baby boom anterior al 68, incluso la Alemania del Blut und Boden. Deja de coquetear con la libertad, y se convierte en nacional-moralismo. Sabino Arana sostenía algo parecido: Vizcaya volvería a ser grande de nuevo, limpia, pura incluso en el sentido de la castidad juvenil (la inocente Edad de Oro es el mito que siempre acompaña a estas representaciones) con sólo librarse de maquetos castellanos.

Pues bien, ese afán de homogeneidad étnica y autosuficiencia económica, con sus raíces en el perdedor resentimiento, creo que es ineficiente, injusto, insolidario y, además, inviable. Frente al trumpismo de un fracasado Detroit, a mí me parece Manhattan uno de los lugares ciertamente duros, pero más encantadores del mundo.

Soy conservador y comparto con amigos nacional-moralistas muchos valores. Entiendo que nuestra idea de humanidad está ligada a una tradición clásico-judeo-cristiana que se está vaciando en un mundo inhumano, en la misma medida en que abandonamos las raíces de lo que somos: el respeto a la propiedad y a la vida, especialmente del no nacido; la estabilidad, fidelidad y fecundidad de las familias; el cuidado de los ancianos y desvalidos, a los que ahora se quiere empujar a una supuesta muerte dulce. Pero también creo firmemente que esos valores no renacerán sino en el marco que esa misma tradición ha generado como historia de la libertad. La sociedad abierta no es una amenaza sino un reto: el que la inmigración nos plantea para mantener un proyecto de convivencia bajo el imperio de la ley; y en el que una sociedad ideológicamente plural nos obliga a convertir en argumentos nuestras convicciones. Ya no cabe el soporte de instituciones represivas que antaño sostenían las tradiciones, ni podremos confiar la moralidad al control social de culturas étnicamente uniformes. La piedra de toque de los valores que hay que conservar es que seamos capaces de sostenerlos en el marco plural de una sociedad libre y abierta a lo diferente. Por eso soy liberal-conservador y no nacional-moralista.

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