Tribuna

Abraham barrero ortega

Profesor titular de Derecho Constitucional

El 'procés' y el penalti de Guruceta

Culpar al Tribunal Constitucional del 'procés' es no aceptar la dimensión política del Estado autonómico y una muestra palmaria de deslealtad institucional

El 'procés' y el penalti de Guruceta El 'procés' y el penalti de Guruceta

El 'procés' y el penalti de Guruceta / rosell

Gracias, Tribunal Constitucional, contigo empezó todo". Esta frase, pronunciada por el president Puigdemont en febrero de 2016, ha hecho fortuna en sectores independentistas y no independentistas y se ofrece a menudo como clave explicativa del procés. Ni 1640, ni 1714, ni crisis económica, ni siquiera el penalti de Guruceta, sino la sentencia 31/2010 del Tribunal Constitucional. Se considera que el TC no respetó el pacto acordado entre el Parlamento de Cataluña y las Cortes Generales y tampoco el resultado del referéndum del cuerpo electoral de Cataluña sobre dicho pacto y que culminó con la aprobación del Estatut. La sentencia, que anuló parcialmente sólo 14 artículos de un total de 223, habría destruido las bases de nuestra Constitución territorial.

Me parece una argumentación entre parcial, mítica y simplista que, en última instancia, no aprecia ni las señas de identidad de nuestro modelo territorial ni la responsabilidad de los distintos actores políticos en la implementación de ese modelo. Culpar al Tribunal Constitucional es no aceptar la dimensión política del Estado autonómico y una muestra palmaria de deslealtad institucional.

Sabido es que la Constitución de 1978 no cerró nuestro modelo territorial, con lo cual la concreción de ese modelo depende de unas normas, los estatutos de autonomía, que, sin ser Constitución (sino sólo leyes orgánicas, aunque leyes orgánicas singulares), realizan un cometido constitucional. Aquí radica una de las peculiaridades más significativas de nuestra forma federativa, el llamado Estado autonómico. Una forma que no puede entenderse únicamente a través del Derecho y cuyo funcionamiento depende del cumplimiento tanto de las normas como de las reglas y acuerdos políticos que complementan a aquéllas. La forma jurídica del Estado autonómico ha de entenderse complementada por sus componentes políticos.

En este contexto, la debilidad de un modelo basado en reglas de oportunidad y conveniencia política podría paliarse disminuyendo el alcance del principio dispositivo, es decir, reduciendo la amplia capacidad actual de los Estatutos para concretar ese modelo a través de una reforma de la Constitución que defina más claramente el reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas y la autonomía organizativa de los territorios. Con esta reforma nuestro modelo territorial no descansaría tanto en los Estatutos cuanto en la propia Constitución. Pero ocurre que, en ese caso, además de la oposición que ello podría suscitar en determinados partidos y la dificultad para incorporar a la Constitución una forma federativa bien definida (¿simétrica o asimétrica?), el modelo perdería uno de sus ingredientes más útiles: su flexibilidad. Se trata de un modelo elástico porque lo permite casi todo: desde la devolución de competencias al Estado central como la profundización en el autogobierno autonómico; avanzar en uniformidad territorial y también favorecer la asimetría de algunos territorios.

Hasta la fecha, la intervención del Tribunal Constitucional ha sido decisiva para reducir la complejidad y equilibrar el modelo. Una intervención con buena dosis de self-restraint y ajustada a estrictos criterios jurídico-constitucionales y no de conveniencia u oportunidad política. Obviamente el Tribunal Constitucional juzga controversias políticas, pero lo hace con criterios y razones jurídicas. Si se menosprecia al Tribunal en vez de criticar fundadamente sus decisiones, se hace un grave daño, muchas veces irreparable, a una institución básica en nuestro Estado de Derecho y garantía última de la prevalencia y efectividad de la Constitución. En particular, en todos los supuestos de descentralización del poder político se asume que las disputas se resuelven por una instancia independiente e imparcial, supra partes, es decir, por un tribunal que actúa exclusivamente con criterios técnicos, aplicando el Derecho. En relación con esto último, la recuperación del control previo de constitucionalidad para la reforma de los estatutos de autonomía debe ser valorada muy positivamente teniendo en cuenta la frustración política provocada por la sentencia del Estatut.

Los acuerdos autonómicos de julio de 1981 y febrero de 1992, y la oleada de reformas estatutarias que siguió al acuerdo político, obedecieron a la lógica de un modelo territorial abierto que concilia exigencias políticas y jurídicas. Lástima que ese acuerdo político no se diera en la aprobación del Estatut de 2006. El Tribunal Constitucional fue deferente con el Estatut y se limitó a decir algo sencillo: que hay cosas, pocas, que no se pueden hacer sin reformar la Constitución.

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