opinión

Radical

Mi caso. Tenía 13 años. Fueron abusos en grupo, en la playa, a la luz del día. Iba sola. Nadie hizo nada por evitarlo. Hubo sala y condena. No creo que el suceso determinara mi vida o mis relaciones -se han dado suficientes elementos endógenos y exógenos, antes y después, para conformar toda la accidentada película-, pero sin duda aportó su granito. Me cuesta contarlo.

No fue el único episodio: a lo largo de los años, se han dado otras dos historias más que dignas de denuncia -no lo hice, no moví un dedo-. Las dos, por parte de gente conocida. Para equilibrar un poco la balanza, apenas he vivido abusos o agresiones "externas" -tocamientos o roces de desconocidos, tipos que se pajean delante de ti-.

¿Por qué cuento todo esto? Porque creo que, después de todo, muchos siguen sin ser conscientes de la magnitud del problema: es decir, de la generalización de la mujer como objeto de placer sin voluntad y a disposición. Que abusos o agresiones sexuales -o, como algunos los llaman, momentos de "jolgorio"- los ha sufrido la camarera que te atiende; la chica con la que te cruzas; la que escribe esta columna. La actitud depredadora abunda: no es sólo cosa de unos cuantos perturbados. Ahí está la avalancha de testimonios que ha provocado, a raíz del caso de La Manada, #Cuéntalo, la iniciativa de la periodista Cristina Fallarás a imagen del #MeToo. "Sí, hombre. Ahora resulta que os han violado a todas", decía alguien, sin enterarse de nada.

Todos estos casos no son una especie retroalimentada de tipas hipersensibles, con afán de protagonismo o con ganas de hacerse las víctimas: es una realidad sistémica. Y tiene grados, desde luego. Y rincones a los que no queremos mirar -¿la prostitución cuenta como abuso? Pues lo es-. Es una realidad que se muestra perfectamente sana cuando se da a entender que una mujer consiente en tener relaciones sexuales aun cuando no está consciente -"Estábamos bailando tan bien hace un rato, ¿no?"-. Cuando hay hombres que, en algún momento, llegan a pensar que no es un obstáculo, sino un acicate, que apenas haya diferencia entre la chica que tienen delante (incapaz, paralizada, drogada y/o borracha) y una muñeca de goma (y bueno, lo mismo luego no se acuerda). Que qué va a hacer un hombre al que han puesto cachondo. Que cómo se les va a arruinar la vida "a unos chavales" por lo que diga una tía (todo el mundo lo sabe, ¿eh?) con fama de guarra. Que qué se supone que quería si estaba bebiendo. Si se estaba riendo. Si se le veía el tanga. Si no había dicho claramente que no.

Una de las (muchas) confusiones respecto al feminismo es el empleo de radical: el discurso ha conseguido que "feminismo radical" se identifique con extremo cuando la acepción primigenia era distinta: se denomina así porque quiere ir a la raíz, al origen de la desigualdad, a la casa, a la cama. Hasta aquí llegamos, en efecto. Sólo faltaba.

El primer paso para acabar con lo que no se ve, con lo que está silenciado, es descubrirlo: nombrarlo.

Lo personal es político. Lo social, personal.

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