ESPIRALES POR LEÓN LASA

Canícula y estética

Una vez elegido el título del artículo, he de reconocer que casi suena a tratado wittgensteiniano. Pero no, no es mi intención dar la brasa, como dicen los adolescentes, con pedanterías y petulancias, y menos el último domingo del mes de julio, con el sol apretando inmisericorde y la playa atestada de gente. Propongo simplemente, en tono jocoso, una reflexión ligera sobre el verano y las formas, sean estas las que sean. Y ello, en parte, porque hace poco fue noticia casi a nivel nacional un hecho que quizá no debió ser tal. Según he leído, el marido de Esperanza Aguirre ha propuesto en el Club Puerta de Hierro de Madrid que para jugar al golf se prohíban las chanclas, las camisetas, los pantalones piratas, los tops en las mujeres, y otras prendas de corte similar. Como no podía ser de otra manera en estos tiempos que corren, muchos (y muchas) han puesto el grito en el cielo y además de llamar retrógrado al aristócrata, han mezclado churras con ovinas y membrillo con velocidad.

Me acordé de Fernando Ramírez de Haro, creo que ese es su nombre, cuando el otro día paseaba por mi ciudad a media mañana, acompañado de unos colegas, y vi venir de frente a una persona de unos cincuenta años, estatura media, y bastante pasada de peso. Hasta ahí nada reseñable. Como tampoco que iba agarrada de la mano de la que supuse sería su mujer, en una estampa ciertamente conmovedora. Tampoco lo debía ser cómo iban vestidos, ya que las ciudades se han convertido, incluso las interiores, en sucursales groseras de la playa.

Pero a mí, qué quieren que les diga, me chocó. Chanclas de velcro, de esas que dejan los dedos a la vista y se ajustan al tobillo; pantalón blanco que llegaba justo por debajo de la rodilla, mostrando unas pantorrillas rellenas; y camiseta de tirantas color granate, con una leyenda que me niego a reproducir. Ella calzaba las mismas chanclas –¿se llaman así?– de velcro; un short cortito de color blanco que transparentaba la prenda interior; y un top que dejaba al aire el ombliguito y los correspondientes tatuajes.

Cierto que el calentamiento global y nuestra tendencia al mínimo esfuerzo está haciendo cada vez más insoportable el verano; cierto que no podemos pretender que bajemos al chiringuito tarifeño o vayamos al bar de la esquina ataviados como Gustav von Aschenbach, el decadente protagonista de Muerte en Venecia, con traje de hilo blanco; cierto que hay lugares o momentos en los que se impone alguna informalidad, un poco de descaro o de trasgresión juvenil; y todavía más cierto que, ay, nos podemos creer que, disfrazados de deportistas, podemos llegar a parecer deportistas; pero de ahí a colegir que todo vale por mor de los tiempos caniculares creo que va un trecho.

En cualquier caso, me pregunto: ¿realmente se está más fresco con las velcros, los pantalones pirata y las camisetas sobaqueras que con unos buenos mocasines, un pantalón chino de algodón y un polo de manga corta que oculte nuestras no muy estéticas axilas? Pienso que no (y no me arguyan motivos económicos, que no los hay). En cualquier caso, además, un respeto para nuestro vecino de barra, o de asiento, que no tiene por qué aguantar la vista y el olor de nuestras carnes desnudas.

No me considero ningún Beau Brummel del vestir y rara vez voy más allá del atuendo informal, de eso que se dio en llamar el casual way, salvo cuando en bodas, juicios y demás la ocasión lo demanda. Pero me pareció bien, y sé que nado a contracorriente, la propuesta del aristócrata madrileño: un respeto para la estética, también en verano, también para jugar al golf, también para ir a comprar el periódico, o para visitar el Partenón. La playa no está debajo de los adoquines, como decían los franchutes del 68, ni debajo del asfalto de las ciudades. Está donde tiene que estar. Y vistámonos como nos tenemos que vestir, sin confundir las olas del litoral con los monumentos de nuestras capitales.

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