OPINIÓN. EL BOLSILLO

Ladrillo y divorcio

El canario suele ser desprendido, pero yo tuve un amigo canario que se pegó dos semanas completas de convivencia pandillar veraniega pidiendo que alguien le adelantara su parte en las aportaciones al fondo común, “para no cambiar el billete” de mil pesetas, que mostraba a modo de prueba. Nunca pagó nada y, como suele pasar en estos casos, consumía con ávido desconsuelo: igual tiene el billete enmarcado en su casa y alecciona a sus hijos señalando la verdosa cara de Galdós con solemnidad. Aunque todos conocemos a alguien que siempre gana en las vaquitas, entre gente normal, compartir recursos, gastos e inversiones suele salir a cuenta. Las denominadas economías de escala constatan que, precisamente, cuanto mayor sea el número de productos (o paganos) entre los que se distribuyen los costes, menos cuesta cada producto (o menos paga cada miembro del grupo, o, alternativamente, mejor es el homenaje). Esto tiene una excepción incontestable y a la vez inexplicable: cuanto mayor sea el número de comensales de la cena navideña de empresa, peor es la comida. La magia podría residir en una golosa comisión –en efectivo o especie– de quien hace de enlace con el restaurante, pero más bien creo que detrás de esta paradójica merma está el consuetudinario desahogo con el que por nuestra tierra se manejan bastantes establecimientos: por cincuenta euros de nada, le dan a los treinta comensales vinos vulgares y preabiertos, fritos recalentados y chacinas antiibéricas, un pescado o una carne fijos y esto es lo que hay, un café aguachirli, un intratable licorcito de bellota y unas caritas de “aligerando que hay que recoger”. Cuanta más gente come junta, menos exigentes somos, y peor nos dan de comer. Las sociedades gastronómicas nos quedan lejísimos.

Estas deseconomías de escala se producen también en el divorcio pero, en este caso, con razón económica: alguien debe buscar casa, se debe duplicar el ajuar, no se comparte ya el vehículo, ni el servicio doméstico, ni la play de los niños, ni la suscripción al periódico, ni la tele de pago, ni la olla; se come más fuera, se acabó la declaración conjunta, y se debe, en suma, invertir en replicar gran cantidad de cosas para que el que se va del hogar pueda vivir sin que su downshifiting signifique sentir que se ha convertido en un excluido social. Realmente, el matrimonio y el patrimonio pueden realimentarse naturalmente, y al contrario.

Aun así, el desamor tiene sus “economías indirectas”. No sólo Ikea, los bares de copas, cafeterías y locales chic para talluditos en fase de desacople y los abogados matrimonialistas se benefician de la evaporación del amor. Sin ir más lejos, el lánguido negocio inmobiliario parece que se agarra a la eclosión del divorcio nacional (sin ánimo de hacer política) como una de sus tablas de salvación. Evidentemente, hogares nuevos siguen necesitándose para los que incurren en matrimonio, y también para los que se lo montan solos (denominados, técnicamente, familias monoparentales). Es decir, el crecimiento demográfico pide casa, aunque nuestra pirámide-botijo poblacional hace que los que mueren pongan una vivienda a disposición de los nuevos demandantes –pocos–, y ello limita la necesidad de nuevas casas.

Pero hay tres colectivos que dan vidilla a la que hasta hace nada era nuestra –es un decir– gallina de los huevos de oro: los inmigrantes, los jubilados de la Europa bienestante… y los divorciados. Los primeros suelen buscar una casa adecuada a su renta por tener bastantes dificultades para acceder a un alquiler digno. Los ingleses o alemanes, prejubilados y deseosos de sol y paseo, compran en zonas con aeropuertos y playas cerca, como la Costa del Sol. Los terceros, los divorciados, hacen lo que pueden, que en muchos casos no es gran cosa. Pero no nos pongamos dramáticos, que la renovación puede ser positiva. La del parque inmobiliario nacional, también. Aunque, bien mirado, establecer el divorcio exprés y no dar ayudas a los divorciados que deben salir igualmente exprés de su casa, no parece una acción política equilibrada.

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