EL BOLSILLO POR JOSÉ IGNACIO RUFINO

Los ricos también lloran

Convengamos que no damos tanta importancia ni eco a una catástrofe o un atentado si éste se produce en Londres o Nueva York o si se produce en Bangladesh o Chechenia, y no tanto por la distancia que nos separa en kilómetros como por otro tipo de distancias, más culturales y, sobre todo, económicas. Quizá por ese mismo razonamiento, resultaba especialmente llamativa una noticia aparecida en estos días en la prensa: British Airways, la aerolínea de bandera británica, va a despedir de forma inminente a 1.400 empleados. Hasta ahí, nada sorprendente a estas alturas de la crisis, y más aun a estas alturas de la limpia competitiva que se está dando en el sector del transporte aéreo desde que las low-cost sacaron pecho y el petróleo, también. No va a parar de haber despidos y cierres y absorciones entre estas compañías en los próximos meses.

Lo sorprendente, volviendo a British Airways, es que esos empleados son directivos y ganan alrededor de 300.000 euros al año por barba, cincuenta kilitos de las pesetas extintas en el 2000 (por cierto, siempre calculamos con un cambio fijo peseta/euro, aunque habría que decir que tras ocho años de moneda europea, una peseta no sería lo que era, ni mucho menos). A vuelapluma, se me ocurre que la cantidad que van a ahorrar en salarios con esta escabechina equivale a despedir a 20.000 trabajadores sin mando: azafatas, maleteros, mecánicos y otros. Con el mismo disparo, un venado con más puntas. Aunque el mercado del petróleo ha estallado su vergonzante y meteórica burbuja, no es de esperar que la bajada del crudo haga recapacitar a British Airways. Tras el anuncio de la fusión con Iberia –ya veremos qué pasa ahí, cuánto hay de teatro y estrategia de cirugía, y cuánto de ganas de unirse–, lo primero que cabía esperar eran despidos. A ver lo que tarda Iberia en hacer lo propio. Tras las fusiones, e incluso tras los meros planes de fusionarse, lo primero que cabe esperar es un recorte de plantilla. Menos en las cajas, claro.

Por cierto, esta semana Caja Granada ha despedido a seis altos ejecutivos por conceder hipotecas de “difícil recuperación”. Para la orgía del consumo de la década pasada, eran también necesarios créditos firmados con la mano fácil del bancario que  infla su variable y su plan de negocio. Por suerte, no es un caso normal.

Probablemente, ésta va a ser una crisis que afecte muy especialmente a ejecutivos altos e intermedios –estos últimos siempre pierden–. Los ejecutivos, como los ricos del culebrón, también lloran, y su desconsuelo tiene una serie de peculiaridades. En otro tiempo, se llamaba downshifting a una tendencia de los ejecutivos a reducir su tren de vida, a llevar una existencia más sencilla y reposada, una respuesta al yuppismo. Se trataba de algo decidido por uno mismo. Ahora, el downshifting es por narices. Dos hipotecas importantes a la espalda, una familia con un alto tren de vida, colegios privados, actividades extraescolares y paternas de alto nivel, viajes adonde apetece, cenorros, tarjetazos en restaurantes; coches y visas de empresa que se esfuman... ¿Cabe aquí aplicar el principio Solbes sobre lo curativo y purificador de las crisis?

Alguien pensará que mejor quedarse parado con un buen patrimonio que con uno exiguo o nulo, pero a esto cabe replicar que un patrimonio se compone de un activo –lo que tienes– y un pasivo –lo que debes  por lo que tienes, y por la evanescente dolce vita pasada–, por lo que si uno no puede hacer frente a sus deudas, no sólo no ingresará pasta gansa mes a mes, sino que tendrá que gestionar la contracción de su vida: un Lehman Brothers personal y familiar. La ascesis, la purificación, la travesía del desierto serán descarnadas. ¿Cómo se convierte uno en austero de un día para otro? Como en las lesiones musculares, con el enfriamiento viene el dolor.

(Este escenario después de Pantagruel no debe conducirnos a la muy hispánica costumbre de hacer leña del árbol caído, pero comprenderán ustedes que tanto Cayenne era un poco excesivo y mosqueante)

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