Tiempo al tiempo

Antonio Berro

ESCRIBIR necrológicas no constituye -para el fuero interno del plumilla que las redacta- ningún bálsamo de fierabrás. Ni tampoco -por todos los males del demonio- purga de Benito alguna. Instituye un género periodístico bello y embellecedor en tanto retrata las constantes vitales -psicológicas, físicas, temperamentales- de un alma en ebullición. Hoy pongo en negro sobre blanco el nombre de Antonio Berro Flores. ¡Quién nos lo iba a decir, Antonio, cuando hace apenas nada -en un amén, en un tris, en un santiamén- nos obsequiamos con aquel fundidor abrazo de padre y señor mío al término de la Función Principal de Loreto! Sí, hombre, sí, de Loreto, a cuya corporación nazarena entregaste tus desvelos de cofrade perseverante como un arcángel silente -trabajador incansable en la oquedad del anonimato- que redondea con primor todas las volutas de las nubes del cielo. Allí precisamente habitas ahora: en el orto donde no existen ni contraluces ni caobas en sombra ni verdades avinagradas.

Antonio fue una especie de alfarero bonanzoso de la pulcra administración que precisa toda cofradía desprovista de recursos económicos. Grano a grano hizo el granero. Laboraba en sordina -siempre al pie del cañón del fulgurante entusiasmo que contagiaba en derredor- notificando la contabilidad de las ventas de loterías, de los ingresos atípicos, de los donativos. Mientras Antonio desempeñó el cargo de tesorero jamás se pospuso ningún pago, ninguna demora: nunca profirió aquel título del 'vuelva usted mañana' tan de Larra y tan la España granuja y sablera por otra parte. Antonio como sinónimo de cuentas claras y chocolate espeso. Gordito de cuerpo y orondo de afabilidad. Un señor muy callado y simpaticón a la vez. Gestor pragmático: solía manejar la resolución de cualquier entuerto, de cualquier problema in extremis (que además siempre relativizaba con su dosis de serenidad-de instintiva imperturbabilidad- y agudo sentido del humor). Hombre no dado al verbo: escasas palabras pero meridianas y suficientes. Parecía como si tuviese que insuflarse de energía para prorrumpir alguna frase, algún vocablo, alguna mera transmisión oral. Para mí tengo que su virtud estribó en la repercusión del lenguaje del silencio: amores son obras y no buenas razones. Ora et labora. A Dios rogando y con el mazo dando.

Antonio era algo así como un José Luis Coll de las cofradías al jerezano modo: circunspecto en apariencia, fluctuante de comicidad, ocurrente e introvertido, cariñoso a la enésima potencia, la retina como una mística del sufrimiento contenido, afable y resolutivo, cumplidor hasta el corvejón, amante del casticismo más purista, brindador de esencias como un ser de cercanías (al reverso de la máxima de Baudelaire). Supo insuflar al joven cofrade el sentido de adecuación y de responsabilidad y de inmanente lealtad a la Hermandad. Predicando a destajo con el indómito ejemplo de la primera persona del singular.

Enciendo ahora -casi a marchas forzadas- los fotogramas menos pretéritos de la nostalgia y enseguida reconozco a Antonio Berro sonriendo a la adversidad, como a saltitos de impedimenta y querencia. Antonio como padrazo que dio todo lo posible y la práctica totalidad de lo imposible por sus hijos. Siempre por sus hijos. Antonio repartiendo a raudales su capacidad de amar. Lo veo ofreciéndome naranjas de postre en su casa de la Constancia -naranjas lustrosas y enormes como el bombeo de su inagotable corazón-. Y otra vez se sienta ahora, junto a Miguel Puyol, en la secretaría de la Casa de Hermandad, como cada viernes después de los rezos, para concelebrar reunión del consejillo de puesta al día. Y se despliega ante nuestra remembranza un collage de veras perceptible. ¿Lo ves pegadito a Sacri en Santo Domingo bajo aquella luz de amanecida del Viernes Santo de estreno del joyerito de plata de la Reina de los Cielos? ¿No lo distingues en animada tertulia de copita en la barra del bar San Pedro junto a Pedro Simón Rodríguez Martínez, Luis Sola López Cepero, Antonio Delgado Sánchez y Paco Larraondo Hernández? Podría ahora, parafraseando al poeta, apostrofar versos que dibujen "el hueco de un despertar sin pájaros". Pero, tratándose de Antonio Berro, prefiero regresar de inmediato al uterino optimismo del milagro de la vida. Milagro de vida de un abuelo -contento y feliz- cuyos brazos ya para siempre estarán acunando desde el cielo la ternura de una nieta que también se llamará Loreto. Sí, Loreto, como La Que ahora sigue siendo Norte y Guía del bueno de Antonio allá en las cimas del descanso eterno.

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