Diario de Pasión

Jesucristo viene a nuestro encuentro

DOS importantes exposiciones de pintores impresionistas están abiertas esta temporada en Madrid. Son indicativas del gran favor del público que goza esta pintura de los tiempos modernos. Se trata de una pintura colorista, luminosa, vital, fresca, nativa y cercana, de pequeño formato, que a todo el mundo atrae; a quién le amarga un dulce.

He pensado alguna vez que el libro Camino de San Josemaría Escrivá se podría calificar de impresionista, como a esa pintura contemporánea. A uno y a otra podríamos ponerles esos mismos adjetivos calificativos y algunos rasgos más: la pincelada suelta e independiente, la vibración y rapidez de los pintores tienen que ver con los puntos de meditación que componen el libro: cortos, expresivos y muy diversos. Son características que, de otra manera, se pueden hacer extensivas a la prosa de "largo recorrido" del santo moderno: de sus libros de homilías, por ejemplo.

Ahora, al plantearme este segundo tema, sobre Jesucristo nuestro Salvador, de quien la fuente principal de conocimiento la constituyen los evangelios y escritos de los apóstoles, pienso que gozan estos textos sagrados de esta riqueza y eficacia comunicativa que bien puede llamarse impresionista. La Buena Nueva, el Nuevo Testamento lo componen textos sencillos y directos, cordiales, cercanos, con parábolas explicativas al hilo de acontecimientos vividos en presente, o con referencias que todos conocen o recuerdan, con enumeraciones breves y sintéticas, como las bienaventuranzas o las obras de misericordia. Estas trazas tan expresivas nos presentan a Jesús en su atractiva y perfectísima Humanidad y, a la vez, Hijo de Dios entre nosotros para salvarnos.

Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre, es el Verbo hecho carne, hijo de María, que nació en Belén y participa en la historia del pueblo de Israel y de toda la humanidad. Que testimonia y manifiesta repetidamente su divinidad: engendrado sin participación de varón, nace de María siempre Virgen. Que ha de estar en las cosas de su Padre, dice en el templo a los doce años. Que se muestra misericordioso y atiende a tantos que se acercan a Él pidiendo que remedie sus enfermedades. Les cura en el alma y el cuerpo pidiéndoles fe, que crean en Él. Incluso resucita a los muertos, Lázaro, el hijo de la viuda de Naím o la hija de Jairo. Pero sobre todo perdona los pecados, por eso algunos le señalan como blasfemo. Ante los testigos predilectos aparece con toda su gloria divina en la Transfiguración. Se identifica con el Padre, con el que afirma su unidad e igualdad, y las glosa abundantemente en el Cenáculo. Anuncia que va a prepararnos lugar en la vida bienaventurada. Se entrega con rendida aceptación, hasta el sudor de sangre, al patíbulo de la Cruz y resucita al tercer día. Promete que enviará el Espíritu Santo, otro Consolador, y anuncia la estabilidad de la Iglesia para siempre.

Con su presencia y sus palabras Cristo es la plenitud de la Revelación, y la plenitud de los tiempos al decir de san Pablo. Él es el centro de la historia y debe serlo de nuestras vidas, hemos de mirarnos en Él y aprender de Él. Como le gusta recordar a Benedicto XVI: "no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona" (Deus caritas est, n. 1); "la fe no es simplemente la aceptación de unas verdades abstractas, sino una relación íntima con Cristo que nos lleva a abrir el corazón a este misterio de amor y a vivir como personas que se saben amadas por Dios" (Homilía 20-08-2011). Y todo se nos comunica con tanta naturalidad y llega a cada uno. Así lo plantea Cristo: si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Así les puntualizaba a los apóstoles: no me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, para que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo conceda.

Dios es el que sale a nuestro encuentro en Jesucristo, y ante su amor y sabiduría hemos de creer firmemente y abandonarnos con confianza en Él. Por eso le dice a Pedro, asombrado por la pesca milagrosa: no temas, os haré pescadores de hombres. O le pregunta a sus discípulos al norte de Palestina: ¿quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (…) Y vosotros ¿quién decís que soy yo? Simón Pedro dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Sí, Jesús sale a todos los caminos, a todas las encrucijadas de la vida, como aquella tarde junto al pozo de Sicar, cuando habla con la mujer samaritana que llega a sacar agua. En el centro del precioso diálogo que se establece, le dice Jesús: Todo el que bebe de esta agua tendrá sed otra vez, pero quien beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré será en él una fuente que salta hasta la vida eterna. La mujer le dice: Dame, Señor, de esa agua para que no tenga sed ni haya de venir aquí para sacarla. Y como éste de la mujer samaritana tantos otros diálogos: con Nicodemo, Zaqueo, con la pecadora sorprendida en adulterio, con Bartimeo, Dimas, Marta, María y Lázaro, el centurión… ¡Qué regalos los encuentros con Jesús, personalizados, enriquecedores, estimulantes, que abren horizontes, que elevan! Que no nos falte la humildad, generosidad y valentía de cultivar la amistad con Dios, de buscarle en la oración y en los sacramentos.

(*) Pedro Rodríguez Mariño es sacerdote, doctor arquitecto y doctor en Filosofía.

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