Días de arte

Sordo, quizás, pero no ciego

SI el ripioso recitativo de algunos de los capataces de  nuestras cofradías fue el protagonista de nuestro artículo de ayer, hoy nos vamos a detener en la visión de las bandas de música que observamos diariamente en ciertos cortejos procesionales y que es, aparte de un contenido magnífico para un artículo de la Semana Santa y sus muchas circunstancias —que luego viene Manolo Moure y me dice que no quiere pregones—, un tratado de estética cofradiera mal entendida y capítulo importante de ese libro no escrito sobre el mal gusto que acontecen en el discurrir de lo que contemplamos estos días.

Yo de música no sé absolutamente nada; pero nada, nada. Es un problema de sordera y de educación con el que convivo sin ningún trauma —todo hay que decirlo—. Desgraciadamente  mis pabellones auriculares externos, vulgo orejas, utilizando terminologías antiguas, —no lo de orejas, sino lo de vulgo, término antes encontrábamos en los viejos programas de Semana Santa para referirse a los nombres populares como se conocían a las hermandades—, no discriminan música alguna; o dicho de otro modo, no escucho absolutamente sonido alguno que no sea el auténticamente necesario.

Por eso, éste que les escribe sólo se fija cuando pasa una cofradía en las vestimentas de los componentes de las bandas, ya sean estas la Sinfónica de Viena o la de Cornetas y Tambores de Santa Olalla de Cala. Servidor, y por ser lo que dicen que es, sólo conoce Amarguras —con la ‘s’ histórica de la que todo buen cofrade alardea saber—. Lo demás, auténtica música… cofradiera. Es decir, nada. Por eso, mientras los demás se maravillan escuchando lo que las bandas interpretan, yo me “emociono” con las muchas circunstancias externas que caracterizan a estas agrupaciones de músicos.

Hagamos una reflexión detenida. Las bandas están compuestas, menos algunas municipales a las que me imagino que le exigen cierto decoro en el uniforme y en la puesta en escena, de lo siguiente: portador de la bandera —me imagino que un componente nuevo en la corporación o tan cortito musicalmente hablando como éste que ustedes ya conocen—, la misma responde a los siguientes parecidos cánones estéticos: asta de orfebrería cofradiera, con banderín bordado y vistosísimo y exhuberante remate de águila imperial, ríanse de las que adornaban las huestes de las legiones romanas. A continuación, los músicos con los instrumentos de viento: cornetas y cornetines con una especie de pestillito que manipulan para dar, creo, cierto sentido musical al asunto. Los componentes repiten, casi todos,  la misma tipología: gafas de sol de cristales con espejos que no se quitan ni cuando tocan de madrugada y, últimamente, por mor de las influencias futboleras, tatuajes con letras chinas en los cogotes. Estos últimos años también se viene observando gran proliferación de patillas a lo José María ‘El Tempranillo’. Tras ellos, una serie de jovencitas que tocan los instrumentos más ilustres y, por último, los maestros de la percusión, habitualmente rapados al cero, poderosos y ejerciendo su verdadera potestad. Y, ahora, viene lo que pretendo que protagonice mi artículo: el uniforme.

El catálogo es amplio, desde el levitón marinero de tres cuartos, con profusión de galones, charreteras y demás parafernalia militar, hasta el último grito que consiste en la uniformada vestidura de gala de una pseudo-guardia civil, tricornio y todo, a la que se ha cambiado el verde “pareja” por un lila nazareno con ribetes plateados. Todo un lujo. Además, como el ejercicio de su labor es mucho en estos días, algunas bandas gozan del privilegio de poseer dos uniformes, uno indefectiblemente color crema —la imagen de Paquirrín, como especial modelo en la Madrugá sevillana de hace unos años, causó fortuna y se conserva en la retina del recuerdo— que utilizan para los días señalados.  Es de destacar, si la banda es de fuera, cosa, por otra parte bastante habitual, que muchos de los componentes de estas sinfónicas populares vengan acompañados de sus jóvenes y exuberantes novias. Y para terminar este análisis que hace el que no escucha la música, decir que todas las bandas llevan a un señor delante —o alrededor— que debe ser una especia de manager; algo así como el ‘Pulpón’ de las agrupaciones musicales y que es el destino final de los contraguías o encargados de la música en la cofradía.

Si son ustedes de los que, como yo, están sordos, observen el espectáculo que les pone ante los ojos, no por repetido, menos original. Son algunos de los muchos matices que nos reporta una Semana Santa que da para casi todo.

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