Juan Rodríguez Garat

Almirante en la reserva

Carros, paz y justicia

El envío de tanques al ejército de Ucrania, no cambiará el curso de la guerra, pero contribuye a dejar claro a Rusia que las potencias occidentales siguen comprometidas con el agredido Cinco tanques Leopard 2 ya están en Sevilla para su reparación y envío a Ucrania

Exhibición de los carros de combate Leopard 2 hace unos días en Alemania, país que los fabrica.

Exhibición de los carros de combate Leopard 2 hace unos días en Alemania, país que los fabrica.

Después de resistir durante semanas la presión de los aliados más comprometidos con la causa de Ucrania, tanto el canciller alemán como el presidente de los EEUU han dado un importante paso por el que nadie habría apostado hace solo unos meses: la entrega de modernos carros de combate occidentales al ejército ucraniano. ¿Por qué ahora? Después de los éxitos militares de las tropas de Zelenski en el pasado otoño, la situación en el largo frente en el que combaten rusos y ucranianos parece estancada. Unos y otros se desangran en un forcejeo estéril, en el que cada metro ganado o perdido cuesta incontables vidas.

Es esta una situación que favorece a Rusia, que todavía dispone de ingentes cantidades de armamento y ha encontrado en sus prisiones decenas de miles de hombres para nutrir la compañía Wagner, carne de cañón que alimenta la hoguera de la guerra con un coste social muy reducido. Así, pueblo a pueblo, la extraña amalgama de soldados rusos, voluntarios chechenos, reservistas recién movilizados, milicianos de las repúblicas independentistas y mercenarios de la Wagner, apoyada por el intenso fuego de la artillería heredada de la Unión Soviética, consigue avanzar lentamente, de forma apenas perceptible sobre el terreno, pero bien visible en los telediarios, donde se presenta magnificada por la lupa de la propaganda del Kremlin.

En la carrera de fondo en la que se ha convertido esta guerra, las victorias, por pequeñas que sean, sirven para dar aliento a los corredores. Y nosotros no podemos olvidar que, aunque lejos del frente, los españoles, integrados en una UE más cohesionada de lo que nunca habríamos pensado, corremos por Ucrania. No porque tengamos nada contra Rusia o su cultura —cómo le gusta decir a un Kremlin que, siendo el agresor, juega al victimismo— sino por algo tan obvio como es el hecho de que Putin, como el niño abusón en el patio del colegio, ha recurrido a la fuerza para arrebatarle a Ucrania lo que es suyo: un territorio cuyas fronteras acordó precisamente con Rusia en 1994. Y no lo ha hecho una vez, sino dos: en 2014 y en 2022.

Pensando en nosotros y en los pueblos que, como el nuestro, apoyan la causa ucraniana, el Kremlin ha intentado sacar partido de las pequeñas victorias de las últimas semanas para convencernos de que la victoria rusa es inevitable. En una campaña de desinformación cuyos orígenes pueden rastrearse hasta Moscú, han sonado numerosas voces asegurando que ya estamos cansados de la guerra, que nuestros arsenales están vacíos y que, perdida la fe en la victoria, vamos a presionar a Zelenski para que ceda territorio. En definitiva, que vamos a sacrificar la justicia por una paz que, como todas las que benefician al agresor, no puede menos que ser precaria.

La decisión de entregar los carros, aunque sea en una fecha todavía lejana —los cálculos más optimistas indican que los blindados tardarán al menos dos meses en llegar a los frentes— ha acallado todas esas voces. Los lideres occidentales han mostrado sus cartas a Putin: no quieren escalar el conflicto, pero tampoco se van a echar atrás. Así pues, los blindados Leopard 2, Abrams y Challenger 2, como el mismísimo Cid Campeador de nuestra historia, no han necesitado entrar en combate para jugar ya un papel en la guerra, aunque solo sea en lo que los militares llamamos el dominio de la información. Su llegada a Ucrania confirma a Moscú que no habrá concesiones.

Queda por dirimir, sin embargo, la otra cara de la moneda: ¿de verdad cambiarán la situación sobre el terreno? Seguramente, no. Con las cifras que se barajan, que por el momento no van mucho más allá de un centenar de blindados, de tres modelos muy diferentes —el carro británico ni siquiera emplea la misma munición— el valor militar de la decisión es muy limitado. Para el ejército ucraniano, es demasiado poco, demasiado tarde y demasiado difícil de apoyar logísticamente. El propio Zelenski, más que aplaudir la decisión de Scholz, ha pasado ya a pedir los aviones y los cohetes que necesita para que los carros de combate que están por llegar puedan combatir en un escenario táctico más favorable. Si se quiere modificar el actual equilibrio de fuerzas, hacen falta muchos más carros. Y helicópteros, aviones de combate, drones más sofisticados que los cedidos hasta ahora y cohetes de mayor alcance. Y aun así, aunque recibiera todos esos sistemas, lo más probable es que el reforzado poderío militar ucraniano, como le ha ocurrido al ruso, se estrellara en torno a las grandes ciudades del Donbás. Todavía más lejana parece la recuperación de una Crimea arrebatada ilegalmente, pero que, aunque la comunidad internacional no haya reconocido la anexión, lleva ocho años viviendo como rusa.

Si la llegada de los primeros carros no va a ser decisiva; y si, por otra parte, nadie cree en las poco coherentes amenazas rusas que, dependiendo del día y de la hora, van desde la certeza de destruir los blindados occidentales con insultante facilidad a la amenaza se desatar una guerra nuclear, ¿por qué, entonces, tantas vacilaciones? ¿Por qué la duda de Alemania? ¿Por qué la cicatería de los EEUU, que apenas ofrece 31 de sus millares de carros de combate?

El tanque Abrahams es el más moderno del ejército de Estados Unidos, que enviará 31 al frente ucraniano. El tanque Abrahams es el más moderno del ejército de Estados Unidos, que enviará 31 al frente ucraniano.

El tanque Abrahams es el más moderno del ejército de Estados Unidos, que enviará 31 al frente ucraniano.

Hay muchas posibles respuestas para estas preguntas. Algunas, desde luego, en clave de la política interna de esos países, lo cual no quiere decir que necesariamente estén equivocadas. Tanto Maquiavelo como Clausewitz han señalado acertadamente que los líderes de las naciones no deben acometer causas que no encuentren apoyo en su población, porque están destinadas a fracasar. Y esta realidad limita también la libertad de acción del Gobierno de España que, por ser fiel a sus compromisos con los aliados, se ve obligado a tomar medidas que no todos sus ministros querrían apoyar.

Si dejamos las luchas de partido para los politólogos y nos centramos en el terreno de las cuestiones de estado, la decisión no se hace más sencilla. Ucrania se juega la existencia en esta guerra. Si es derrotada, todas sus ciudades podrían ser Bucha, alentados los criminales por la inmunidad otorgada por Moscú. Si Zelenski cede, todos sus ciudadanos vivirían la experiencia de los campos de filtración, las deportaciones y, en casos extremos, la tortura y la muerte.

Rusia, por su parte, no se juega mucho más que su prestigio, y esta es una batalla que ya ha perdido. Pero Putin, su autocrático líder, ha apostado en esta guerra su futuro político y el de su régimen y, sabiendo lo que le ocurrió a Milosevic, Saddam Hussein o Gadafi, no dará su brazo a torcer. Todo apunta, pues, a una guerra larga, que no tiene solución militar ni política, y que solo puede terminar cuando, dentro de algunos años, caiga el régimen que la ha provocado. Esa es, al menos, mi interpretación personal, que el lector interesado podría encontrar más detallada en la página de YouTube de la Armada, en una conferencia que, significativamente, lleva por título “tablas sin gloria”.

¿Nos interesa a España y a nuestros aliados alimentar esta contienda con nuestros carros de combate? Para responder a esta pregunta hay que analizar el problema en dos dimensiones bien diferentes. La primera de ellas, centrada en los fríos principios de la geoestrategia, nos presenta la guerra como una oportunidad para el occidente colectivo, liderado por los EEUU, de desangrar a un rival estratégico sin derramar una gota de sangre propia. En esencia, se trataría de aprovechar el paso en falso de Putin para debilitar a Rusia, tradicional antagonista a pesar de los esfuerzos hechos por ambas partes para mejorar las relaciones mientras Yeltsin estuvo en el poder.

Sin negar esa realidad, hay otra dimensión mucho menos egoísta. La causa de Ucrania es, indudablemente, justa. Nada de lo que Zelenski o sus predecesores hayan hecho, ahora o antes de 2014, da derecho a Rusia a invadir el país vecino, a arrebatarle a sus gentes la soberanía por la que votaron en 1991 o la libertad de autogobernarse. Sin embargo, militarmente, no parece posible forzar a Putin a devolver los territorios ocupados sin atacar su centro de gravedad, sin amenazar el santuario que supone el territorio de la Federación, y ese es un riesgo que, desde luego, no queremos correr. Así pues, en el fondo de la cuestión, y flotando sobre un mar de intereses nacionales de naturaleza menos altruista, se encuentra un debate clásico entre la paz y la justicia, que no solo no son la misma cosa, como algunos quieren darnos a entender, sino que a menudo se encuentran en campos opuestos. Es justo, desde luego, que las niñas afganas puedan ir a la escuela. Pero, en beneficio de la paz, la lógica política —y también la Carta de las Naciones Unidas— nos obligan a mirar para otro lado.

En este debate, que en Ucrania transcurre bajo la ominosa sombra del arsenal nuclear que Putin heredó de la Guerra Fría, los ciudadanos —y no solo los gobiernos, muchas veces forzados por sus compromisos políticos— tenemos la obligación de preguntarnos cuánta justicia queremos sacrificar para lograr la paz, cuánta paz queremos sacrificar en beneficio de la justicia. Bajo este planteamiento, que exige pragmatismo y prudencia, es más sencillo explicar la secuencia de decisiones en las que se enmarca la entrega, quizá tardía y justificadamente escasa, de algunas decenas de nuestros carros al ejército de Zelenski. Se trata, al menos para mí, de una decisión equilibrada, que da continuidad al apoyo al país agredido sin proporcionar excusas al Kremlin para romper la baraja.

Dicho esto, ¿qué es lo que van a hacer nuestros blindados sobre el terreno? Solo son carros, no una varita mágica. Su llegada a Ucrania no será decisiva ni pondrá fin a la guerra, pero dará al ejército ucraniano una movilidad que no tenía y obligará a los rusos a reforzar sus propias posiciones en el frente, en detrimento de la campaña ofensiva que desea Moscú. Así, mientras dure la guerra, los blindados que ya se reparan en Sevilla contribuirán a contener al ejército ruso en algunas zonas, a expulsarlo de otras y, en definitiva, harán que sean menos los ciudadanos de Ucrania que tengan que sufrir directamente el capricho de Putin.

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