Diario de la pandemia. Día 2

Maldita tranquilidad

Una mujer con mascarilla pasea por el centro de la ciudad.

Una mujer con mascarilla pasea por el centro de la ciudad. / Juan Carlos Vázquez

Lo primero: aprovechando que un diario es algo privado que por diversas razones –obvias en este caso– acaba publicitándose en algunas ocasiones, apuntaré en este mi opinión sobre Clara Ponsatí, eurodiputada y ex consejera de la Generalitat: es una mala cabrona. Usó el castizo “De Madrid al cielo” para referirse a lo que ocurre en la capital de España, que en el momento en que ella lanzó su tuit contabilizaba ya 213 muertos. El cobarde de Puigdemont retuiteó desde su escondrijo belga. Pienso lo mismo de él.

Escribo esto en la redacción vacía de un periódico vaciado en una ciudad vaciada de un país vaciado. Después de dar tantas vueltas a la idea de la España vacía nos hemos encontrado súbitamente con ella. No en un pueblo recóndito de la sierra ni en otro perdido en medio de la meseta con censos que no dan ni para una partida de mus, sino en metrópolis en las que nos cruzamos a diario con miles de personas que así, de golpe, han desaparecido.

Vivo en una zona muy ruidosa. Hace días que no se oye nada. No hay tráfico y no pasan de regreso rompiendo la madrugada los curdelas dando gritos o cantando. Duermo como un lirón. El fin de semana bromeamos con esto: la tranquilidad que nos ha traído el coronavirus. Tengo la impresión de que la sonrisa que se nos dibujó fue siniestra. Porque, ¿no parece ahora el dormitorio una cripta? Está uno todo el año sacudido por el frenesí y el tumulto y casi al borde de la desesperación, ansiando un instante de calma y de silencio, y cuando llega lo hace como una maldición, y en vez de paz nos infunde como mínimo desasosiego y angustia.

Confieso que algo parecido pasa aquí dentro, donde cumpliendo con el decreto del estado de alarma la mayoría trabaja enclaustrados en sus casas. Así que miro al fondo y veo ahora parcialmente dos cabezas, cuando me gustaría ver veinte. Ha disminuido el clic clic clic de los teclados, aunque los pocos que se pulsan se oyen nítidamente, y apenas hay voces ni discusiones ni charletas, y desde luego no hay bromas ni chistes y por lo tanto tampoco risas. No se trata de esas horas ya más calmosas previas al cierre y que sabemos que pueden saltar por los aires en un segundo, en cuanto nos lo indiquen los teletipos (ahora las alertas). Para eso estamos preparados. Pero este ambiente aparentemente tan despejado, de sillas frías y teléfonos silenciados y luces apagadas y ordenadores desconectados, en el que reina una atmósfera espesa que nos imprime a todos un aire meditabundo, nos ha cogido desprevenidos. No es esto lo que uno desea para combatir la rutina del estrés. No es esta la placidez que tantas veces uno ha añorado. Igual que ustedes no quieren hoy sus avenidas y sus calles y sus plazas desoladas, las mismas que nos encanta que se despueblen en verano, me he dado cuenta de que yo quiero la redacción repleta.

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