Andalucía

Los bares del PER

  • Las palabras que tanto han escocido de Duran Lleida están muy lejos de una realidad que es mucho peor . Éste es un recorrido por el corazón del subsidio agrario a través de sus tabernas.

"Pues no va ese catalán diciendo que los andaluces nos pasamos el día en el bar jugando a las cartas". El fornido andaluz que lo dice, con anchos brazos y manos como palas de excavadora, acaba de soltar un caballo de copas sobre la mesa del bar. Son las doce y media de la mañana en esta tasca a pie de una carretera comarcal, en la barriada rural jerezana de La Ina, una minúscula aldea agrícola en la que el Aepsa (Acuerdo para al Empleo y la Protección Social Agraria), que es como realmente se llama el antiguo Plan de Empleo Rural (PER), de vez en cuando se deja caer. Media docena de trabajadores, con el chaleco fluorescente amarillo, echan su peonada un poco más arriba arreglando un camino bacheado por tanto camión que transporta arena de esta tierra rica en vida árida.

No paran de pasar ante la puerta del establecimiento tractores con remolques cargados de algodón recién recolectado. En el interior del bar, en el que en este momento se encuentran unos quince parroquianos, hay algo de tiempo congelado en un cuadro de la selección española... del año 86 y en los espejos promocionales de Martini o fino Currito, ya no muy habituales en la dieta de los consumidores de estos parajes. Las actividad comercial existe y está pegada en la pared con celofán. Uno de los anuncios vende la sensacional oferta de tres rejas jardineras de hierro macizo y otras diez de baño de hierro por un precio a convenir.

Es posible que el portavoz de Convergencia en el Congreso, Josep Antoni Duran Lleida (Huesca, 1952), no estuviera desencaminado cuando desató la aclamación de su clac catalanista situando el bar como el epicentro social de la rutina rural masculina andaluza. Pero erró el tiro al vincularlo al ya inexistente PER porque posiblemente no haya escuchado nunca la diferenciación que en el campo se hace sobre la olla grande y la olla pequeña. "Aquí somos todos de la olla grande", explica el jugador de cartas, en cuya mesa se compite en voces, pero no en estruendo, con la mesa de al lado, donde una partida de dominó está alcanzando el clímax. La olla grande son los pensionistas y los parados de la construcción, que han regresado a puñados al campo tras el estallido de la burbuja, encontrándose con que ya están fuera del régimen agrario y, por tanto, no pueden acceder a su subsidio. La olla grande es la buena. La olla pequeña, y muy pequeña es porque apenas si supone un 2%, y bajando, de las prestaciones que se perciben en este país, tiene un único ingrediente: el subsidio agrario. Y en este bar no hay nadie de la olla pequeña porque no hay ninguna mujer. Más de un 60% de los beneficiarios del subsidio agrario son mujeres porque fueron ellas las que se quedaron en el campo durante el boom inmobiliario y es difícil figurártelas en este ambiente tan masculinamente tabernario.

Duran se repite. Ya en mayo de 2010 reflexionó: "No sé si no es el momento de reflexionar sobre lo que significa el gasto del PER en Andalucía y Extremadura. Eso tenía sentido hace unos cuantos años pero hoy no es así". Entonces, Paqui Lora, una de las 250.000 mujeres jornaleras andaluzas, que, en aquel momento, arañaba peonadas en la campaña de la zanahoria, le dijo: "Mi marido es un parado de la construcción y se encarga de las tareas domésticas porque yo tengo que echar todas las horas que puedo con la zanahoria. Cada hora es importante porque saco 6,50 por cada una de ellas. En este trabajo ni los niños se ponen malos, ni hay romerías, ni nadie pide permisos. Cuando finalice la campaña de la zanahoria, ya no entrará el dinero del paro de mi marido. El único ingreso fijo serán los 500 euros del subsidio agrario y de ahí tienen que salir los 420 euros de hipoteca. Nos las ingeniaremos de algún modo. Trabajar de asistenta, limpiar escaleras, tirar de los huertos propios, buscar chapuzas... Lo primero es la niña y una niña de cinco años no entiende de crisis. Pero no me quejo. Tengo un techo". Quizá Duran no la escuchó y por eso ahora ha vuelto con lo del PER y los bares.

El poblado de Doña Blanca nació en los años 50 dentro del término de El Puerto de Santa María. Allí enviaron a los expropiados de los terrenos que ocuparía la Base americana de Rota. Les cambiaron sus huertos por tierra de marisma, donde, al principio, no crecía nada. Manuel tendría 17 años cuando se trasladó allí con su padre y, como parecía que nunca crecería nada en esas arenas movedizas, se largó a Suiza. "¿A qué?" "A hacer relojes". "Será buen relojero". "No tengo ni idea de cómo funciona un reloj. Yo fabricaba piezas". Hoy es el dueño del único bar del pueblo, donde sirve su hijo, que, al menos, tiene ese trabajo, y está rodeado de matinales albañiles en paro que algún día fueron campesinos. Como son de la olla grande, tienen para botellines de Cruzcampo. Manuel no quería estar haciendo piezas de relojes suizos toda su vida y regresó al pueblo que los americanos le habían dicho que era su pueblo y se hizo con una parcela que, como él ya suponía, no le daba para vivir. Fue cuando montó el bar porque Doña Blanca necesitaba un bar. No se hizo de oro, pero le dio para jubilarse. "Yo no sé lo que habrá trabajado el Duran ese, pero yo llevo trabajando desde los siete años". "No, si en Cataluña habrán prohibido las corridas, pero los toros siguen sueltos", dice uno de los parroquianos al que le queda unos pocos meses para que se le acabe la prestación de desempleo. Mientras esta conversación se desarrolla, los arañadores de peonadas para conseguir alcanzar el subsidio están encima de un tejado de un colegio público con el mismo chaleco reflectante que sus compañeros de La Ina. Si las lluvias regresan como vinieron el año pasado, torrenciales, no será necesario que los niños de primaria de la escuela jueguen al water polo.

El bar de San Isidro del Guadalete, otro pueblecillo de colonización a la vera del río que le da nombre, con una iglesia infinitesimal que limpian tres hacendosas mujeres, es un homenaje a Ángel Puerta, un torero local que emigró a Guadalajara para que le hicieran caso. En su peña taurina de San Isidro, es decir, el bar del pueblo, habitan una partida de dominó más y la filosofía del hombre que lo regenta: "Aquí están siempre las mismas caras con la paguita que da el Estado, que no da para pegarse homenajes". "Bueno, vendrán los del PER, como dice el político catalán". "No, son pocos, muy pocos, los del PER aquí. Y con lo que les dan no hay ni para las cañas". Esto es, ni para las cañas. El Torno no está muy lejos de San Isidro, pero, sin ser mucho más grande, parece tener otro espíritu, aunque sólo sea porque uno, nada más entrar en la plaza principal, se topa con una inmensa indígena amazónica en aparatoso imitación a bronce llamada la India Catalina. La atenta mirada pétrea de Catalina está rodeada de bares. Seis bares, un pub y una casa del pensionista hay en este pueblo. "Un bar por habitante", bromea precisamente un pensionista. El más animado es el bar Oreja, que se asemeja a esos lugares de partidas múltiples de ajedrez, pero aquí, naturalmente, con el más estruendoso de los juegos, el dominó, que consiste en que cuatro juegan y seis miran. Hay cuatro partidas en marcha en la terraza y se multiplican los fichazos (tacatrac, tacatrac, tacatras, ¡a unos!) en una polución sonora que hace imposible la conversación. Y la concentración es tal que no quieren interrupciones para hablar del político catalán que acusa a los jornaleros de estar todo el día en el bar. El camarero del Oreja es hombre de pocas palabras: "¿Clientela? Ya no hay buena clientela". Tiene el bar lleno, habrá unos veinte hombres en la terraza en la competición de dominó, pero las consumiciones que ahora mismo están en activo son cuatro litronas, una por mesa, que comparten entre todos.

Pasa un motorista por delante del bar con sus cerones a los lados reivindicando el tipismo. Llega el vendedor de la ONCE y reparte cupones. El policía local parece aburrirse bajo la proyección de la sombra de la india Catalina. Y en los límites del pueblo, blancos del algodón aún no recogido, unos chalecos reflectantes cumplen la peonada que pueden llevarles a obtener la desorbitante cantidad de 426 euros al mes. Decía Duran Lleida que no sabía si sería el momento de reflexionar sobre lo que significa el gasto del PER. Y puede que tenga razón porque, como dicen en el hogar del pensionista de El Torno, "como esto siga así, cuando los jóvenes ya no tengan ni a los mayores para que les vayan echando una mano, no van a tener que pagar PER porque aquí no quedará nadie".

No, el problema no es el PER. El PER es su consecuencia. Y, de fondo, los fichazos y la vigilante mirada de la India Catalina.

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