fuerzas armadas

La fábrica de tormentas

  • La Armada dispone en Rota del mejor centro de supervivencia en el mar de toda Europa al que asisten a entrenarse incluso fuerzas especiales de EEUU

Así entrena la unidad de rescate en el mar de la Armada / FITO CARRETO

La galerna alcanza picos de olas de tres metros y vientos de 35 nudos. Un trueno estremece el aire, mientras caen 50 litros de lluvia por metro cuadrado y el foco de de un helicóptero barre la superficie líquida, buscando supervivientes. El infierno tiene piscina. Está en la base aeronaval de Rota y se llama Centro de Supervivencia de la Armada (Cesupar), la instalación para entrenamiento en siniestros navales más moderna de toda Europa.

Su cometido es entrenar a pilotos y dotaciones de la Flotilla de Aeronaves de la Marina nacional. También adiestran a unidades de élite españolas, desde la Fuerza Especial de Guerra Naval a la Infantería de Marina. Incluso, a tropas de la Navy o el Army estadounidenses. Pilotos policiales o de compañías civiles se ejercitan aquí en el difícil arte de salvar el pellejo si su aeronave cae al mar. El Cesupar cuenta con instructores militares y civiles de alta cualificacion. Los últimos pertenecen a la firma Inerco-Forespro, concesionaria del centro por concurso de la Armada.

Las instalaciones ocupan una nave de factura moderna y absolutamente hermética, articuladas en torno a una piscina especial de veinte metros de longitud, por seis de altura de vaso. El centro tiene tres simuladores: uno de saltos 0/15; otro que recrea la cabina de un helicóptero de rescate con grúa y un METS-40, siglas inglesas de Sistema Modular para Adiestramiento de Escape Modelo-40. Este dispositivo puede configurarse reproduciendo la carlinga de hasta 15 helicópteros diferentes, para adiestrar a sus dotaciones en técnicas de escape y superviviencia.

El procedimiento de evasión siempre se inicia con una exclamación del piloto: Blaze!(¡Soldarse!). La advertencia previene para que todos se aseguren en sus asientos. Luego, sigue el aviso: Dipching! (¡Amaraje!), antes de que la carlinga impacte contra el mar y se hunda, volcando sobre un costado, por efecto del giro del rotor.

El plan de entrenamientos se anuncia salvaje. Aparecen 17 hombres ataviados con casco de fibra y neoprenos color naranja: el uniforme de trabajo de los nadadores de rescate de la Armada. Estos militares son lo más parecido a un ángel de la guarda en versión naval. Intervienen cuando las cosas se tuercen y casi siempre en adversas condiciones metereológicas. Estos rescatadores de élite están liderados por el brigada Guillermo de la Vega Fernandez de Castro, jefe de Adiestramiento e Instrucción de Nadadores de Rescate de la Flotilla de Aeronaves. Acaban de concluir la clase teóricas en el aula superior y ahora les aguardan tres horas y media de briega. Apenas descienden a la pileta, el mundo se torna en un lugar siniestro. "Aquí siempre enseñamos a los alumnos que todo sale mal", explica José Manuel Fuentes, gestor del Cesupar.

No es broma. Pese a tratarse de expertos, el reglamento dispone que siempre haya seis rescatadores alerta: dos submarinistas en el fondo, dos nadadores en superficie, y dos más fuera, prestos a lanzarse donde haga falta.

"¡Unos largos de calentamiento en hilera!", ordena De la Vega a sus hombres. Apenas los nadadores dan las primeras brazadas, la simulación se activa y comienza a agitarse la "bola de oleaje". Es una enorme boya esférica, unida al fondo de la piscina por un umbilical de acción hidrodinámica, que la hace a subir y bajar. El resultado es como si una mano gigante removiese el agua de un lavabo descomunal. Antes de que los nadadores hayan concluido la ronda, ya hay en superficie olas de un metro. De la Vega ordena a los alumnos que formen binomios para rescatar a náufragos ya hundidos bajo el mar. Justo entonces se activan los turbosoplantes de viento, generando un flujo de 30 kilómetros por hora. El vendaval levanta un aerosol de agua pulverizada y salina, que se agarra incluso a la garganta de quienes están fuera.

Para los del agua, las cosas empeoran. Se forma un tren de olas que embiste sus cuerpos y los hombres sienten como si chocaran contra un ciclomotor tras otro. Empero, los nadadores tienen una forma física envidiable y ni parecen enterarse. Impresiona ver la velocidad y fortaleza de sus brazadas, mientras superan las crestas del oleaje, rumbo al punto de rescate. Una vez allí, se sumergen y descienden hasta cuatro metros de profundidad, recuperando unos maniquíes vestidos con atuendo de vuelo, cuyo lastre de esfuerzo equivale a un peso de 70 kilos. Los rescatadores emergen con sus auxiliados, y en la superficie la borrasca aumenta. De la Vega no para un instante. Nada, salta, bucea, entra y sale de la piscina y surge siempre entre el oleaje junto al alumno que precise corrección, para hacerle repetir la maniobra de auxilio.

Tras la primera hora, los rescatadores cambian de adiestramiento. Los cinco Nasar (Nadador de Salvamento y Rescate) se ejercitan en auxilio a naúfragos. Operan desde barcos o lanchas. Los doce Nadr (Nadador de Rescate) tienen otra misión. Y desde helicópteros. Trepan a una plataforma elevada, para ejecutar una doble tanda de saltos. El primero en pie, usando la técnica del paso de gigante, el de los escafandristas. El segundo, partiendo desde la posición de sentados. Son saltos a 15 pies de altitud (5 metros) y a velocidad 0 de desplazamiento. La altura usual de un vuelo estacionario de helicóptero sobre el mar.

Los rescatadores no parecen humanos. A la tercera hora de entrenamiento toca el rescate de dotaciones aéreas naufragadas. Mientras varios nadadores ejecutan el escape bajo el agua, otros descienden desde una plataforma a 9 metros de altura, por medio de una grúa de rescate. Luego, nadan hasta el náufrago, le pasan una eslinga de seguridad y proceden a su izado hasta la aeronave de auxilio. Y todo eso en medio de una tormenta pluscuamperfecta.

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