Diario de la pandemia. Día 3

El virus del dinero

Una mujer en una calle solitaria del centro de Sevilla

Una mujer en una calle solitaria del centro de Sevilla / Antonio Pizarro

ALGUIEN más escrupuloso que yo, y más estos días, me advierte de la necesidad –aunque en verdad me dice que me lo plantee como una obligación– de usar la tarjeta antes que el dinero contante y sonante a la hora de pagar. Aunque la compra se limite a un bic negro de 35 céntimos si se ha gastado el que llevo encima (el chino del barrio la admite). Para sus desplazamientos, el bicho prefiere la rugosidad templada del papel moneda a la frialdad plasticomagnética de la tarjeta. Disfruta del confort de los euros, y de los dólares. Y no digamos de la comodidad que le proporciona un buen yuan, con la jeta del Gran Timonel impresa. Porque lo que más le interesa al bicho, tan viajero, es la movilidad del cash. Va de acá para allá ultrarrápido, en la primera clase de cada bolsillo, cada cartera, cada monedero, y tiene garantizada la llegada a sus destinos, fresco y despejado: en cada una de nuestras manos, un país.

Por lo visto, cuenta en cada uno de nuestros dedos con unas magníficas galerías duty free. Ahí se carga y se atiborra, y después cruza la frontera y entra expedito por cualquiera de los diversos pasos que se le abren de par en par: la boca, la nariz, los ojos. Y el coronavirus penetra así, cosmopolita y ricachón, directo a gozar dándose un atracón a costa de nuestra sociedad autófaga.

Y está haciendo un destrozo. ¿Usar la tarjeta? ¿Cuántas de éstas van a quedar en nada por culpa de esta crisis? Invalidadas, bloqueadas, depuestas, canceladas, retiradas, muertas... También por el coronavirus. El capitalismo pudo al final con aquel rival que en algún que otro round –allá por los sesenta y setenta del siglo anterior– le ganó a los puntos: el comunismo. Al final, fondón y tambaleándose, recibió el mazazo definitivo y cayó K.O. Con estrépito y entre la algarabía general.

Pero la robustez de este enemigo es de una naturaleza muy distinta. Es invisible. Es silenciosa. No hace alardes de su poderío ni presume con exhibiciones sobre el alcance de su amenaza. Es mil veces más rápido que aquel que el capitalismo logró mandar a la lona. Y sobre todo no es nada virtual, sino que es real, tanto como la fragilidad de nuestra vida. Y, lo está demostrando, de nuestra economía... llamémosle postcapitalista. La está fundiendo. Al mismo tiempo que infecta el organismo de muchos de nuestros congéneres con una crueldad extrema, hasta el punto de causarles o precipitar su muerte, ha hecho mucho más que gripar la forma de vida que conocemos y en cuya vulnerabilidad, por puro ensoberbecimiento, nunca hemos querido reparar.

Por alguna razón recuerdo hoy 2008. Entonces no fue ningún bicho. Eran otros monstruos. Su voracidad la pagaron los más débiles, que cayeron en una pandemia de tarjetas que al final también acabaron pudriéndose. Ahora es mucho peor, se está pudriendo la salud.

Y otra vez se vuelve a hablar de millones. De billetes, junto con los de enfermos.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios