Elecciones Andalucía

Andalucía, de costa a costa: En tránsito (1)

2 Cádiz-Huelva. 20,12 €. 17:00 horas.

Espacio y tiempo es la entidad geométrica cuya curvatura crea enigmas como que Huelva y Cádiz sean las dos capitales de provincia limítrofes andaluzas más cercanas en el espacio y más lejanas en el tiempo. Este hecho me obliga a irme a Sevilla para cruzar el río que nos separa y a tomar decisiones: ¿Tren o autobús?

El concepto intermodal en Cádiz es doméstico. Es cierto que la estación de tren inacabada está al lado de la estación de autobús no empezada, pero el tren y el autobús salen a la misma hora, cuestan igual y tardan lo mismo. Me decido por la carretera y, cuando el chófer anuncia "¡A Sevilla!" a viva voz, compruebo que ha tomado la misma decisión que yo un juglar alemán con un guitarrón que luce melena canosa nacida en los años del jipi de los 80, colonizador de paraísos del sur. Con él, entre otros, cuatro peruanos con chaquetas idénticas de algún club juvenil católico completan el pasaje.

El inquieto cuarteto peruano atrapa compulsivamente imágenes con sus cámaras hasta que se rinden al monótono paisaje de las rectas de la AP-4 que unen Cádiz con Sevilla y cuya principal atracción es contar con el segundo peaje más antiguo de España. El asfalto que devora el Volvo de la empresa Comes data de 1972 y por él pasan cada día 22.600 coches. Aumar lo explota hasta 2020. Mientras tanto, ir a Sevilla por doble vía cuesta 5,65 euros.

Que se divise el puente del V Centenario sevillano que nos legó la Expo no significa que vaya a cruzar el río. El autobús me dejará en la estación del Prado de San Sebastián, con sus viejas taquillas de madera, y de allí iré en taxi a la estación Plaza de Armas, con taquillas de metacrilato. Y aún no habré cruzado el río. Atravesaré el Guadalquivir a las 19,35 como pasajero de un autobús de la vertebradora empresa provincial Damas, de orígenes portugueses, cuando en los años 20 unía Huelva con Ayamonte. El autobús se llena de trabajadores que regresan de Sevilla tras la jornada laboral y se adormecen según toman contacto con el tapizado. Atravesamos atardeciendo los 85 kilómetros de la A-49, otro legado de Colón y sus cinco siglos. A las 21:00, 240 minutos después, ya estoy en el otro lado, en Huelva. Me recibe un rumano que me pide un cigarro.

2 Huelva-Sevilla. 10,79 €. 7:10 horas.

El desgarrado panel turístico que documenta los orígenes de la estación de Huelva, nos habla de un alemán, Guillermo Sundheim, pionero de la minera Rio Tinto Company, el mismo que en 1875 se adjudicó la construcción de la vía férrea con Sevilla y el que ordenó construir esta estación de ramalazo neomudéjar ante la que me encuentro. Y en la que no hay nadie. Son las 7 menos cuarto de la mañana. La primera que llega es Mari, profesora, y el segundo es el vendedor de billetes.

No es una estación con vida, piensan los anunciantes, ya que en sus paredes está colgada la publicidad de Comfersa, que se dedica a vender la publicidad que aquí no existe. Mari es la avanzadilla de una cofradía formada por Luis, un empresario; una funcionaria de un ambulatorio, y un técnico de mantenimiento de Renfe. Cada mañana ocupan en el coche 4 los asientos 180 y consecutivos con su tertulia matinal. Hoy hablan de las empresas públicas, las elecciones y el despilfarro. "Ya verás cuando lleguen los de Luis", que parece pepero veterano. "Nos las cargaremos todas -bromea Luis-, también la Renfe", dice picando a al técnico de mantenimiento. Este se encoge de hombros. "Pero si en Renfe ya quedamos muy pocos". Hace alusión al histórico ERE de 2003, en el que Renfe prescindió de 1.500 trabajadores y trasvasó a casi todos los demás a Adif. Pero él sigue aquí. Revisa trenes de la serie 449, automotores eléctricos como en el que viajamos, con una velocidad máxima de 160 kilómetros hora en su ancho de vía ibérico y que sustituyeron a los 440, que, a su vez, jubilaron los locomotores de los años 80 de color azul con franja amarilla.

Sundheim vería con tristeza que el tren, de gran tradición en la provincia, no es muy utilizado. Manuel, por ejemplo, lo ha tomado hoy por primera vez porque quiere probar la nueva lanzadera a la isla de La Cartuja, que es donde trabaja. "Cuesta un eurillo y pico más que el autobús, pero es más cómodo", pondera. La ocupación es baja a la hora de un amanecer que se exhibe como un documental exótico en las ventanillas. Cuando la cofradía se deshace en Palma del Condado, en el tren hay poco más de veinte pasajeros. Renfe me aporta los datos de del último año: 104.400 viajeros. Calculo. Son 286 viajeros al día en un servicio que ofrece tres trenes de ida y tres de vuelta, con 263 plazas cada uno. Esto es, viajan 47 por trayecto, menos de un 20% de ocupación que admira el inicio de la tormenta solar y los vestigios de reservas rurales en las que el 449 se detiene. Son estaciones como la de Carrión de los Céspedes, una construcción estampada en el paisaje lunar donde ni sube ni baja nadie, ya que es un pueblo de 2.400 habitantes, pero que es un fogonazo de aperos y casas de labranza que se desvanece según nos acercamos a Sevilla y aparecen los unifamiliares.

2 Sevilla-Granada. 24,80 €. 11:50 horas.

Busca tu elemento, La felicidad de las pequeñas cosas... Hago tiempo hojeando libros de autoayuda en el quiosco de la estación de Santa Justa, que se encuentran en un estante privilegiado. Santa Justa es una reivindicación de la modernidad del sur, donde se alumbró el AVE. La envidia nacional. Santa Justa conserva ese aplomo, pero hay indicios de la esclerosis económica. De los doce espacios comerciales, restauración aparte, sólo se mantienen a duras penas nueve, como el de la tienda de corbatas, donde la dependienta pasa las horas alisando la mercancía. En este amplio espacio pulcro en el que casi medio centenar de pensionistas esperan el AVE que les conduce de excursión a Madrid se cruza un carterista despistado que se mueve fuera de lugar entre decenas de personas que pregonan sus existencias en conversaciones de móvil. No consigue presa. Tampoco las simpáticas operarias que intentan regalar tarjetas de crédito de un conocido banco americano. "Pero si es gratis", me dice una de ellas ante mi cortés negativa después de que lo primero que me ha preguntado es si tengo trabajo. Santa Justa, epicentro del movimiento. Me muevo.

El tren a Granada, con tres vagones, parece un vistavisión turístico. Jóvenes japoneses cargados con cocacolas y hamburguesas toman el asiento que me asigna el billete. Alemanes jubilados, franceses adolescentes e ingleses sonrosados son un babel del que se desprende de vez en cuando la palabra Alhambra. A ellos nos encomendamos. Ellos no saben que aquí, en Andalucía, a todos ellos les llamamos industria.

Siempre he huido del desconocido compañero de viaje que se sienta a tu lado para hacerte preguntas que contesta él, pero ahora le echo de menos. Cerca de mí se sienta un hombre que ha rebasado la treintena larga con barba descuidada y camiseta de Pulp Fiction. A lo largo de las tres horas de trayecto revisará e-mails en su ipod, verá una película en su portátil y se adormilará leyendo su e-book. En los trenes los viajeros ya no se relacionan entre ellos, sólo lo hacen con su tecnología.

Miro el paisaje, donde descubro cada pocos kilómetros pasos a nivel. En Marchena, en Osuna, casi en cualquier estación. Una orden ministerial de 1994 exigía su supresión en aquellos lugares en los que el tren pasara a 200 por hora, pero el Media Distancia a Granada sólo llega a los 160, por lo que los pasos a nivel son legales si están convenientemente señalizados. Algunos, llegando a Antequera, me parecen muy rudimentarios. Aunque Adif suprime cada año unos cuantos, en Andalucía todavía hay demasiados, 700, 300 menos que cuando en 1997 realizó su informe el Defensor del Pueblo Andaluz, que cifraba en una docena la media de accidentes al año en estos focos de siniestralidad.

Pedro Martín, de la Asociación de Amigos del Tren, me pone al día por el teléfono que, según nos adentramos en la escarpada Granada, pierde cobertura. Las conversaciones no duran más que unos pocos segundos ante la desesperación de los habitantes del tren. La falta de cobertura convierte el vagón en una sinfonía dodecafónica de teléfonos que pierden contacto entre peñascos y lo retoman con multitud de sintonías. Entrecortadamente, Pedro Martín, uno de los grandes conocedores de la historia del ferrocarril andaluz, opina que "el antiguo trazado férreo es, hoy en día, demencial, pero es el que hay, no es culpa de nadie. Y, desde luego, en el siglo XX no cayeron en que se te fuera a ir la cobertura del móvil". Pero yo te preguntaba por los pasos a nivel. "Claro que hay muchos. En su día no estaban ni contabilizados. Cualquier particular se montaba su paso a nivel en un momento, sin barrera ni nada. Ahora todo eso está controlado. Lo que no hay son guardabarreras. En los 80 era el segundo cuerpo de trabajadores de Renfe más numeroso detrás de los peones". "¿Y conoces alguno?". "Los conocí, pero ya no te sabría localizar. Los quitaron de la circulación. Cuando en Andalucía muy pocas mujeres trabajaban, Renfe tenía empleadas a multitud de guardabarreras, las guardesas".

Camino de los desfiladeros de Loja, veo en las estaciones a empleados uniformados que salen a recibir al tren con la gorra y la bandera. Son imágenes que retrotraen a viajes de juventud en los que en los trenes había vendedores. Subían en una estación y bajaban en la siguiente. Ofrecían los dulces locales. Lola Nieto, mi contacto en Renfe, responsable de prensa, tiene una paciencia infinita conmigo cuando llamo desde el vagón de las maquinas expendedoras de kikos, patatas y barritas Mars a preguntar qué pasó con los ambulantes del tren. "Bueno, sé que la venta en los trenes no está permitida, pero no recuerdo de cuándo es la ley". Regreso a mi asiento con una nostalgia innecesaria. En el ordenador del colega observo un estallido silencioso de bombazos de película. Los japoneses despiertan. La megafonía anuncia que ya estamos en Granada.

En un rincón de la pequeña estación han habilitado un espacio para detallarnos lo que será la conexión alta velocidad Granada-Antequera. Paneles, mapas y explicaciones y un asiento vacío para un operario que resolvería las dudas sobre esta obra majestuosa de ingeniería que, además, incluye un a estación cúbica de Rafael Moneo que sustituirá a ésta, tan modesta y humilde. La soledad del rincón me hace sospechar sobre los plazos de la obra.

Mi vista se desvía a los asientos de espera. Hay tres jubilados. Uno de ellos viste chándal, el otro calcetines de deporte con zapatos y un tercero una camisa abrochada hasta el último botón. Espío, voy suponiendo y descubro que la estación es el lugar de cita diaria de estos tres amigos que rozan los 80. Hablan de comidas del pasado. Por su edad, los tres han vivido la época del hambre. En su relato de supervivencia nombran hierbas y guisos que jamás escuché. Cuando les interrumpo, me acogen con amabilidad pero no entienden mi curiosidad. Aun así responden. Me hablan de la dureza de aquellos tiempos, cuando la gente trabajaba doce horas en el campo. Razona el último: "Antes se mataban muchos cochinos y ahora no los mata nadie". Y usted a qué se dedicaba. "Al ferrocarril", me dice. "¿Y qué era usted?" "Guardabarreras". El corazón me da un salto. Anuncian mi tren a Almería. "¿Cómo se llama usted?" "Manuel Gómez para servirle". "Manuel, ha sido un placer, pero me tengo que ir". "Vaya, vaya, joven". La megafonía alerta: "Se ruega a los acompañantes de los viajeros que no suban al tren".

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