Cine

Barnum, Hearst, Zuckerberg: genio y mixtificación

La red social. EEUU, 2010, Drama, 120 min. Dirección: David Fincher. Guión: Aaron Sorkin (Novela: Ben Mezrich). Intérpretes: Jesse Eisenberg, Andrew Garfield, Justin Timberlake, Armie Hammer, Joseph Mazzello, Max Minghella. Música: Atticus Ross, Trent Reznor. Fotografía: Jeff Cronenweth.

En su espléndido, útil y necesario París-Nueva York-París. Viaje al mundo de las artes y las imágenes (El Acantilado, 2010) Marc Fumaroli representa con acierto el origen de la moderna industria del entretenimiento en las figuras de Barnum y Hearst. Barnum (1810-1891) fue el rey del espectáculo cien por cien americano tras descubrir hasta qué punto era crédulo el público, fácil despertar su curiosidad y rentable saciarla a medias para dejarlo siempre hambriento de novedades. Hearst (1863-1951) fue, junto a su competidor Pulitzer, el inventor de la prensa sensacionalista, el más poderoso editor de los Estados Unidos, uno de los constructores de Hollywood y un magnate de loca extravagancia.

Basándose en Hearst, Orson Welles creó en 1941 su Ciudadano Kane. Y esta película magistral ha sido citada como fuente de La red social, equiparándose las figuras de Hearst-Kane y Zuckerberg. ¿Qué las une?

Ser el retrato de dos genios sombríos que crean imperios de la comunicación en cuya cúspide agonizan de soledad. Y ser también la radiografía de un tiempo en el que el éxito corona los esfuerzos de quienes mercadean con las emociones vicarias y los placeres sustitutivos. ¿Qué vendía Barnum? El asombro ante lo falso, la conversión de la nada en espectáculo. ¿Y Hearst? El sensacionalismo que crea realidades manipulando noticias. ¿Y qué vende Zuckerberg? La ilusión de una comunicación global perfectamente horizontal: Facebook.

En los tres casos se trata de algo muy moderno: la sustitución de lo real por su simulacro democratizado. Ni el negocio de Barnum tenía que ver con el arte o el espectáculo tal y como hasta entonces se entendía, ni el de Hearst con la información rigurosa o la opinión informada, ni el de Zuckerberg con la comunicación en el sentido fuerte de la palabra.

Es posible que el desconcertante, inteligente y casi siempre acertado David Fincher (Seven, The Game, El club de la lucha, Zodiac, El curioso caso de Benjamín Buttton) haya rodado el Ciudadano Kane que corresponde a estos tiempos. Por ello condenado a ser necesariamente menor que el de Welles; el de Fincher es un talento creativo de menor voltaje y la película, fruto de tiempos cinematográficamente menores: Welles es Welles y el Hollywood al que llegó en 1940 estaba en la cumbre de su creatividad y poderío industrial.

Kane para tiempos de penuria, pues, La red social logra sin embargo esa rara perfección que hace imposible separar lo que se cuenta de la forma en que se cuenta. La cuidadosa composición de las imágenes, en oposición directa a la obra-fuente de Welles, elimina la profundidad de campo para crear una plana y unidimensional superficie de representación que transmite la idea de un presente absoluto y sin memoria, de una comunicación sin presencia ni hondura, de una perversión democrática que ha abolido la subjetividad para instaurar una despersonalizada igualdad de masas.

El elaborado guión juega con maestría con la percepción subjetiva que los otros tienen del sociópata y acomplejado creador de Facebook (la investigación sobre el personaje) y con la supuesta objetividad del narrador omnisciente (lo que ni tan siquiera él sabe sobre sí mismo).

En esta historia real se trenzan tópicos de la literatura de fantasía y terror (el genio que por rencor utiliza su prodigiosa inteligencia para vengarse de humillaciones y afrentas clasistas) y elementos del teatro o la novela moralizante que denuncia la soledad del hombre moderno y los artilugios con que la engaña. Fincher ha logrado superponer el retrato de un personaje al fresco de una época y el análisis de uno de sus fenómenos más representativos y singulares. Con tal maestría que es imposible separarlos.

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