La savia del tronco | Crítica

El difícil arte de la fiesta

Un momento del homenaje al Cuchara de Utrera.

Un momento del homenaje al Cuchara de Utrera. / Juan Carlos Muñoz

Hay artistas de fiesta y artistas de escena. Cada uno de estos espacios tiene sus propias leyes, su propia idiosincrasia. Hay artistas maravillosos que se achican en la fiesta.

Igual que hay intérpretes geniales en la intimidad, en la distancia corta, que luego en la escena se diluyen. Algo de esto pasó anoche. La del Cuchara de Utrera es una familia simpatiquísima compuesta por enormes artistas de intimidad, de la distancia corta, como han demostrado muchas veces. Pero ayer sobre el Lope de Vega no se daban precisamente estas condiciones de intimidad, de espontaneidad, que también se pueden dar en algunos festivales andaluces de verano en los que la familia Cuchara viene participando desde hace décadas. Para homenajear al patriarca de la familia se optó por una puesta en escena en parte dramática y en otra parte conceptual. E intérpretes que son grandes profesionales en las distancias cortas se presentaron como amateur en la escena. Amateur como actores, por supuesto. Pero también como cantaores y bailaores, porque, como digo, el escenario tiene su propia ley. La puesta en escena era amateur con intérpretes que ni sabían moverse sobre las tablas ni tampoco, porque no son actores profesionales, quedarse quietos. Y es que nos encontramos ante una puesta en escena amateur. También las luces, los audiovisuales y el vestuario eran amateur.

Quizá hubiese sido más oportuno optar por otro formato para homenajear al patriarca. Porque La savia del tronco es un espectáculo conceptual, de tesis. De tesis, antítesis y síntesis. La antítesis la puso la percusión de Antonio Moreno, la coreografía de Rubén Olmo y el saxo de Alfonso Romero. Pero se trata de una obra tendenciosa ya que este flamenco “de asfalto”, como rezaba el programa de mano se escenificó solamente para ser refutado por la síntesis, que es la vuelta a la tierra, a las raíces que simboliza el cante de José Valencia como continuidad del cante del propio Cuchara, cuya presencia escénica, a sus 88 años, cerró con contundencia la obra. Tampoco falto el niño prodigio, que evocó un par de temas del gran Enrique Montoya.

El ambiente de intimidad de la fiesta es difícil de reproducir en el escenario, qué duda cabe. Pero en La savia del tronco ni siquiera se hace el intento. Ese fue el error que lastró la obra. Sacar a estos interpretes de su ecosistema habitual, fuera del cual se ahogaron, irremisiblemente.

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