Crítica 'No'

Atado y bien atado

No. Comedia dramática, Chile, 2012, 118 min. Dirección: Pablo Larraín. Guión: Pedro Peirano. Fotografía: Sergio Armstrong. Música: Carlos Cabezas. Intérpretes: Gael García Bernal, Alfredo Castro, Luis Gnecco, Antonia Zegers, Néstor Cantillana, Alejandro Goic.

No es el tercer largometraje de Pablo Larraín que revisa la historia reciente de Chile, más concretamente el periodo de la dictadura militar de Pinochet, tras Tony Manero y Post Mortem, filmes de largo recorrido, ambos inéditos en España, que lo sitúan al frente de una nueva generación de cineastas (Wood, Bize, Lira, Lelio), habituales hoy en el circuito festivalero de primera línea mundial, que han tomado el relevo, bajo las formas de un cierto minimalismo y el amparo de Sundance, Rotterdam o los fondos de coproducción europeos, de los Ruiz, Guzmán o Littin que protagonizaron el acceso a la modernidad del cine chileno allá por los años 60 y primeros 70 desde posiciones más combativas, políticas o iconoclastas.

Después de observar el golpe militar contra Allende de 1973 desde el ángulo oblicuo de un médico forense en Post Mortem, No se centra justo en el momento final de la dictadura (1988), a saber, en los preparativos del plebiscito que, convocado por el propio Pinochet para responder a la presión internacional y reafirmarse en el poder, acabó por expulsarlo (suavemente) del mismo con la victoria de la campaña de la oposición democrática.

No se sitúa justo en esa encrucijada a través de la mirada idealista de un joven publicista (Gael García Bernal) al que se le encarga diseñar la campaña del NO, un profesional que, contra todo pronóstico y recomendación del cliente, decide emprender un proyecto basado en las estrategias de marketing más seductoras, cambiando el tono de denuncia y negatividad tras el ideario de la campaña política por un sofisticado y optimista reclamo de libertad y felicidad para las clases medias. Así, la lectura política (obvia) de No invita a pensar aquella transición en términos de imagen y producto, a saber, insinuando que, si bien aquel plebiscito echó a Pinochet del poder, todo se hizo con el calculado lenguaje del neocapitalismo de las clases dominantes que acabaría por intercambiar a unos por otros al mando sin que, en el fondo, las cosas cambiaran demasiado, al más puro estilo Lampedusa.

Larraín recurre a los formatos y las texturas del vídeo profesional (Umatic) de aquellos días para reavivar con una capa retro la memoria (visual) histórica y poder mezclarla así con mayor continuidad con numeroso material de archivo, imágenes documentales y spots televisivos de las campañas que funcionan con fuerza e ironía entre las idas y venidas de una trama que, si bien deja en off las (malas) estrategias de bando en el poder y flaquea en el retrato íntimo y familiar de su protagonista, contiene algunos hallazgos de guión (basado en una pieza teatral de Antonio Skármeta) al situar el duelo ideológico de fondo en un nuevo e inquietante terreno: el del lenguaje publicitario como verdadero y único discurso de seducción de las masas, encarnado en la guerra de ideas y plagios que se establece entre el personaje de García Bernal y el de su jefe en la agencia publicitaria, interpretado por un estupendo Alfredo Castro.

No se cierra así en falsa victoria democrática, dejando entrever que ciertas transiciones no son consecuencia de las revoluciones ni del deseo del pueblo sino de las nuevas tecnocracias que, con el dinero y el control social como principales objetivos, tan sólo tiene que pulsar las teclas adecuadas para activar el proceso. Algo de lo que sabemos bastante por aquí, aunque nuestros cineastas todavía no se hayan atrevido a retratarlo.

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