El lúcido pesimismo invernal del turco Nuri Bilge Ceylan (Lejano, Érase una vez en Anatolia, Sueño de invierno) se ha ido modelando y escorando poco a poco hacia una cierta mirada solemne de raíz filosófica y formas novelescas, lo cual no impide que su cine siga hablando, y aquí lo hace con dilatada rotundidad, de la aciaga deriva antidemocrática, los contrastes entre la ciudad y el interior rural (aquí de nuevo en la región de Anatolia) y el desprecio creciente por la cultura y la inteligencia en un país cuya identidad se debate entre Oriente y Occidente.
En El peral salvaje, su octavo largometraje, nos invita a seguir y comprender a un personaje desagradable y hosco, un joven airado recién graduado y aspirante a escritor enfrentado al fracaso del regreso al pueblo y al reencuentro con un padre empeñado en condenar a la familia por su adicción al juego. Lo acompañamos en sus desplazamientos, en sus encuentros con viejos amores y amigos de juventud, en sus conversaciones con la madre, pero también, y ahí es donde el cine de Bilge entronca con Bergman o Tarkovski, en sus sueños y pesadillas, que actúan aquí con una poderosa, siniestra y mortuoria fuerza metafórica sin previo aviso.
Un recorrido generoso en palabras, reflexiones y debates morales (especialmente memorable el encuentro con el laureado escritor local en una librería), preñado de pensamiento y dialéctica en voz alta, que busca un abrazo redentor con el padre más allá de la crónica de una derrota existencial, una posible expiación o un apaciguamiento de la furia juvenil, la misantropía y la rebeldía romántica.