Crítica 'Objetivo: La Casa Blanca'

La Casa Blanca de cristal

Objetivo: La Casa Blanca. Thriller, acción, EEUU, 2013, 119 min. Dirección: Antoine Fuqua. Guión: Creighton Rothenberger, Katrin Benedikt. Música: Trevor Morris. Intérpretes: Gerard Butler, Aaron Eckhart, Morgan Freeman, Dylan McDermott, Ashley Judd, Radha Mitchell, Melissa Leo, Cole Hauser, Angela Bassett.

Ya han oído esta música solemne y marcial con solo de trompeta mientras el viento hace ondear las barras y las estrellas o se muestran imágenes de Washington. Ya les han contado esta historia del guardaespaldas presidencial atormentado por no haber cumplido su misión. Ya han visto otras películas que empiezan narrando un hecho trágico para -tras la aparición del letrero que indica que ha pasado el tiempo- presentar al héroe hecho polvo que, mira por donde, se ve obligado a volver a la acción a causa de una emergencia nacional que solo él puede resolver. Ya han visto películas de ataques terroristas o marcianos a la Casa Blanca. Y gabinetes de crisis -una mesa larga con todo el mundo en mangas de camisa- afrontando esos ataques. Pero no importa. Estas máquinas de entretener, a poco que estén bien ensambladas y engrasadas, siempre logran su objetivo. Y esta lo está.

La dirige el todoterreno Antoine Fuqua (Training Day, El tirador, Los amos de Brooklyn) que lo mismo baila con una del Rey Arturo que con una de exorcismos o un policíaco. La ha escrito un matrimonio debutante en esto del guión -Creighton Rotehnberg y Katrin Benedikt-, que se han entretenido en imaginar qué pasaría si a los norcoreanos les diera por asaltar la Casa Blanca y convertir al presidente en su rehén; y se han tomado la molestia, dentro del generalizado disparate, de darle a los malos alguna razón (que no justificación) para actuar que vaya más allá de que su maldad. Tiene un buen reparto -Butler, Eckhart, McDermott, Judd- rematado por la guinda del siempre estupendo Morgan Freeman. ¿Qué más da que ya nos hayan contado este cuento otras veces? Si la cosa funciona…

Todo empieza con un espectacular ataque aéreo sobre Washington. Al poco de terminar, antes de que dé tiempo a respirar, surgen terroristas kamikazes. Inmediatamente después un comando ataca la Casa Blanca. El presidente está refugiado en el búnker. ¡Que vienen los norcoreanos! Apresan al presidente. Han transcurrido unos 20 minutos de película. Se han disparado cientos de miles de balas, derribado diez o doce aviones, hecho saltar por los aires coches y autobuses. ¿Qué más cabe esperar? Pues más munición, más ataques por tierra y aire, y el ex guardaespaldas haciéndose con la situación para redimir su error pasado.

La máquina de entretener funciona. La acción está bien dosificada. El comprensible pánico pos 11-S está representado por símbolos potentes -el obelisco truncado, la bandera arrancada cayendo desde la Casa Blanca- porque esta variante subgenérica del cine de acción y de catástrofes está alentada por él, como las de los años 50 lo estuvieron por el pánico atómico y la Guerra Fría. El problema es que, afortunadamente, la guerra atómica entre los Estados Unidos y la Unión Soviética nunca estalló, pero el 11-S y sus 3.000 víctimas sí existieron. Fiel a su tradición de convertir la pantalla a la vez en un diván de psicoanalista que exorcice terrores y una fuente de ingresos que los explote, Hollywood ha convertido el pánico ante un ataque terrorista y la cuestión de la seguridad nacional -que la película cuestiona- en el ingrediente de este subgénero de éxito. Que en este caso está justificado por su violencia ochentona y su héroe brucewilliano perdido en esta Casa Blanca convertida en una jungla de cristal.

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