El Crack cero | Crítica

Garci contra el tiempo

Carlos Santos es el detective Germán Areta en 'El Crack cero', de José Luis Garci.

Carlos Santos es el detective Germán Areta en 'El Crack cero', de José Luis Garci.

Hace ya muchos años que el cine de Garci decidió apartarse del presente o de la realidad para refugiarse en una particular recreación cinéfilo-literaria del pasado, un pasado hecho de citas de libros, películas y autores, extranjeros y nacionales que, de Hammet a Cain, de Galdós a Mihura, pueblan su imaginario en un canon a prueba de novedades y tendencias de temporada.

Con El crack cero asistimos además a un regreso nostálgico y suicida a su propia mitología, de la que tal vez hoy apenas queden espectadores cómplices en las salas más allá de aquellos de su misma generación, una generación cine y letraherida que parece regodearse en ese lema de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Un regreso bañado en blanco y negro digital y en la melodía melancólica compuesta por Jesús Gluck para sus dos primeros Cracks, en esa tozuda concepción escenográfica e interiorista de la puesta en escena, en una reescritura de ese cine clásico de género de personajes estereotipados (aquí servido en un desigual elenco de singulares, insólitos y recuperados), diálogos precisos, réplicas brillantes o supuestamente ingeniosas y lugares comunes del noir en una España en los estertores del franquismo en la que lo real apenas asoma en un caprichoso almanaque en la pared o a través del parte radiofónico.

Como en los anteriores Cracks, donde se respiraba al menos un cierto aire de época en su retrato de Madrid que aquí huele más bien a Alcanfor, la trama detectivesca que mueve a Germán Areta (Carlos Santos) es casi lo de menos, trazada desde la imitación, el oficio de guion encajado y los lugares comunes de sus mejores muestras. Lo que parece interesarse a Garci es más bien el mantenimiento de una atmósfera, la fidelidad a unos principios y gustos, la supuesta solidez intemporal de un modelo que, sin embargo, se nos antoja inerte y mortecino en su ensimismamiento.

De la misoginia de la primera escena en el bar al fatalismo que apuntala a Areta como buen tipo solitario y fuera del mundo, El Crack cero celebra con solemne parsimonia un universo que sólo se mira a sí mismo, que busca complicidad con un espectador que ya no existe, sin apenas pegada en sus leves apuntes hacia el devenir o el presente de una España que, para Garci, sigue anclada en viejas inercias contra la inteligencia y el buen gusto que él mismo parece atribuirse en exclusiva como gesto de insobornable independencia a contracorriente.  

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