La vida invisible de Eurídice Gusmão | Crítica

Historia de dos hermanas

Julia Stockler y Carol Duarte en 'La vida invisible de Eurídice Gusmao'.

Julia Stockler y Carol Duarte en 'La vida invisible de Eurídice Gusmao'.

Desde Brasil, basada en la novela de Maria Batalha y con su premio Un certain regard de Cannes bajo el brazo, La vida invisible de Eurídice Gusmão llega para recordarnos la vigencia y la efectividad emocional del melodrama clásico y sus derivas folletinescas sometidos a una relectura contemporánea. Y lo hace además entre imágenes hermosas y atmósferas tropicales (baste ese prólogo en el bosque para fijar la imagen fundacional de una estrecha relación filial), viajando a unos años 50 sin la necesidad de airear lemas feministas para que empaticemos con sus dos protagonistas, dos hermanas (extraordinarias Duarte y Stockler) de una familia tradicional y conservadora que no entiende ni tolera sus deseos de libertad y emancipación.

Karim Aïnouz (Madame Satã) despliega sus imágenes y sonidos en una atmósfera sensorial y barroca, abriendo su relato en dos caminos separados a través de poderosos hachazos de tiempo que subliman más si cabe esa bifurcación de tintes trágicos a través de la contención y el espacio que separa a las hermanas. Así, lo que es intimidad, cercanía y complicidad en la juventud, un compartido sentimiento de euforia, deseo y necesidad de huida (hacia la ilusión del amor romántico o hacia la música), devendrá pronto carne dramática en la que la derrota, la desgracia, la claudicación o la lucha por la supervivencia trazan dos vidas en paralelo que, como en los mejores títulos del género, no llegan a tocarse nunca a pesar de la proximidad.

Aïnouz articula el formato epistolar como diálogo imposible y pegamento del tiempo, pero es sobre todo en la puesta en escena, con un extraordinario trabajo fotográfico de Hélene Louvart y una música de Benedikt Schiefer de ecos contemporáneos (en dialogo con el repertorio de piano clásico que interpreta el personaje de Eurídice), donde su película asume plenamente esa construcción visual del melodrama que densifica las emociones para trascenderlas a través de las formas.   

Casi que no era necesario ese epílogo (con la presencia de la gran Fernanda Montenegro) en el presente, tras otro gran agujero narrativo, para catalizar las emociones de un relato de vidas truncadas, cuerpos separados y afectos indelebles unidos por el sensual tejido del cine.