Crítica 'Yo, Daniel Blake'

El Loach más dickensiano

yo, daniel blake. Drama, Reino Unido, 2016, 100 min. Dirección: Ken Loach. Intérpretes: Dave Johns, Hayley Squires, Dylan McKiernan, Briana Shann, Kate Rutter, Sharon Percy y Kema Sikazwe. Guión: Paul Laverty. Fotografía: Robbie Ryan. Música: George Fenton.

El documental de la BBC-Arte Ken Loach, un cineasta encolerizado retrataba bien a este director que cae simpático por su coherencia (u obstinación) y gusta por sus sobrias maneras cinematográficas. Es un solitario superviviente del Free Cinema -debutó en televisión en 1964 y en cine en 1967- y de la izquierda de la época (en su caso en la rama trotskista), tan justamente crítica con las democracias capitalistas como benévola con las dictaduras comunistas. Su primer largometraje fue premiado en el Festival de Karlovy Vary en el 67, en la Checoeslovaquia bajo dictadura soviético-comunista que un año más tarde aplastó la Primavera de Praga.

Debemos a Loach algunas películas extraordinarias, Kes (1969) y Family Life (1971) en su primera etapa, y Agenda oculta (1990), Lloviendo piedras (1993) o Ladybird, Ladybird (1994) en el arranque de su segunda y fecunda etapa -23 películas en 26 años- en la que se alternan títulos grandes (Mi nombre es Joe, Solo un beso), medianos (Buscando a Eric, El viento que agita la cebada) y fallidos (Tierra y libertad, Pan y rosas, La canción de Carla o En un mundo libre). Los fallidos suman más que los medianos y los grandes. Esto se debe al subrayado excesivo y la acumulación elementalmente demostrativa que les restan complejidad y suman facilonerías maniqueas.

Yo, Daniel Blake, escrita por su fidelísimo colaborador (del que tal vez le habría venido bien distanciarse) Paul Laverty, se inscribe, afortunadamente, entre las primeras como una de las grandes obras de Loach. Retomando uno de sus temas favoritos -la lucha de los obreros reducidos a la marginalidad y otras víctimas sociales contra la burocracia asistencial- el director opta por un tono casi dickensiano, presentando a sus personajes-víctimas (un artesano viudo que, tras sufrir un infarto, se pierde en los kafkianos laberintos asistenciales y una acorralada madre soltera) con la simpatía ternurista con la que el genio victoriano presentó al obrero Stephen Blackpool en Tiempos difíciles y a la sacrificada Lizzie Heman de Nuestro común amigo; y fustigando a la burocracia con la furia con la que Dickens representó las instituciones de caridad en Oliver Twist o Nicholas Nichleby. Si se toma en esta clave dickensiana -al fin y al cabo el genial novelista escribía sobre un mundo, el de la revolución industrial, que era el primer acto del nuestro- Yo, Daniel Blake convence si sus acumulaciones de desdichas en unos mismos personajes conmovedores y su esquematismo en la representación de los malos (o del mal: el sistema) se toman como recursos retóricos para elaborar la denuncia y defender a los humillados y ofendidos. Además, y esto siempre ha sido una virtud en Loach, su seco estilo redime o atenúa las florituras de los guiones.

Vista en esta clave dickensiana la película conmueve e indigna a partes iguales, dado lo fácil que pone Loach compadecerse de las víctimas y aborrecer a quienes causan o agravan sus padecimientos. Ojo: dickensiano no quiere decir falso o manipulador, sino inteligentemente exagerado para provocar una reacción emocional en el espectador que tal vez, al salir del cine, dé paso a una reflexión social. Cuando Loach filma lo que no conoce (casos de Tierra y libertad, Pan y rosas o La canción de Carla) le vence el propagandista. Cuando, como en este caso, se mueve en sus entornos sociales próximos, la sinceridad y la emoción engrandecen su cine y nos devuelven al último maestro del cine social de los 60.

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