Cine

Bertolucci: un réquiem difícil

  • No es cierto que Bertolucci fuera un gran maestro, aunque sus trabajos entre principios de los 60 y mediados de los 70, antes de deslizarse hacia la decadencia, fueron muy interesantes

Bernardo Bertolucci, a la izquierda, con Pier Paolo Pasolini.

Bernardo Bertolucci, a la izquierda, con Pier Paolo Pasolini.

El elogio fúnebre es dado a la desmesura. A su muerte se ha llamado a Bernardo Bertolucci "último gran maestro del cine italiano". No es cierto. No lo fue a causa de la irregularidad de su obra, muy interesante entre 1962 y 1976 pero después, con la excepción de El último emperador en 1987, una larga decadencia.

Grandes maestros italianos fueron Rossellini, De Sica, Visconti, Antonioni, Fellini o Pasolini. Ellos cambiaron la historia del cine mundial, no sólo italiano, con sus creaciones. Por buscar un referente objetivo suficientemente consensuado por críticos e historiadores de cine –la lista elaborada cada 10 años por el British Film Institute– sólo uno de ellos, Fellini, figura entre los diez directores más influyentes de la historia del cine. Bertolucci fue el más importante director del nuevo cine italiano, también llamado la generación del 68. Pera esa ya no era la generación de los gigantes.

Bernardo Bertolucci era hijo del gran poeta Attilio Bertolucci (1911-2000) y fue a través de su padre como conoció a su padrino cinematográfico. Así evocaba el director este encuentro: "Todo comenzó poco después de la llegada de mi familia a Roma, a principios de los años 50. Un domingo de finales de primavera, después de comer, abrí la puerta de nuestra casa de Via Carini 45. Hay un joven con gafas negras, traje oscuro, camisa blanca y corbata. Con tono firme y dulce me dice que tiene una cita con mi padre. La suavidad de su tono de voz y, sobre todo, lo que me parece un disfraz casi demasiado dominical, me ponen en estado de alerta.

–Mi padre está descansando, ¿quién es usted?

–Me llamo Pasolini.

–Voy a ver.

Cierro, dejándolo fuera, en el descansillo. Mi padre se está levantando, le cuento todo:

–Él dice llamarse Pasolini pero yo creo que es un ladrón, lo he dejado fuera.

¡Cómo se ríe mi padre!

–Pasolini es un excelente poeta, ve a abrir la puerta.

Tremendamente intimidado y con las mejillas enrojecidas le hice entrar. Él me miró con una ternura inefable... Aquella noche soñé que dentro del joven poeta se escondía, en realidad, el cowboy de negro de Raíces profundas: en el sueño, Pasolini y Jack Palance se fundían en una única y reluciente calavera". Un sueño premonitorio, tal vez...

En 1961 Pasolini invitó a un joven Bernardo Bertolucci de 21 años a ser su ayudante de dirección en Accatone, su primera película. Y un año más tarde escribía el guión con el que debutó el jovencísimo Bertolucci, La commare secca. Dos años más tarde, en 1964, Bernardo se consagró con Antes de la revolución, tibiamente recibida en Italia pero con entusiasmo entre la cinefilia europea y premiada en Cannes. Junto a Con los puños en el bolsillo de Bellocchio (1965) se la consideró el manifiesto del nuevo cine italiano y de la generación del 68.

Tras colaborar en filmes de episodios vino su gran década, la de los 70, con La estrategia de la araña (1970), El conformista (1971), El último tango en París (1972) y Novecento (1976). El en su día escandaloso y siempre alabado Tango (una obra tan superficial como sobrevalorada) mostraba ya signos de la decadencia que se hará visible partir de la siguiente, retórica y fallida La luna (1979).

Además de apuntar a su futura decadencia, El último tango en París fue el inicio de su ruptura con Pasolini, a quien no gustó, entonces metido de lleno en su Trilogía de la vida de la que después abjuraría por no querer sumarse –precisamente– a la ola de falsa tolerancia del poder del consumo que en parte representaba la película de Bertolucci.

Se trata de una falsa libertad y tolerancia, escribió Pasolini, que "pretende que las ideologías distintas de la del consumo sean inconcebibles", y que ha impuesto "un hedonismo neolaico, ciegamente olvidado de los valores humanistas y ciegamente ajeno a las ciencias humanas", trivializando y degradando el sexo: "La realidad de los cuerpos inocentes ha sido violada, manipulada y pisoteada por el poder consumista".

Y eso es lo que Pasolini vio en El último tango en París. En marzo de 1975 Pasolini y Bertolucci, rota ya su amistad, rodaban a pocos kilómetros de distancia Saló o las 120 jornadas de Sodoma –furioso alegato contra la manipulación consumista del sexo– y Novecento. Se ideó un partido de fútbol entre los dos equipos de rodaje que se interpretó como pijos de izquierda con sombrero (los de Bertolucci) y proletarios (los de Pasolini). Ese día dejaron definitivamente de hablarse. Ocho meses después Pasolini moría asesinado.

Doy relevancia a la relación entre Pasolini y Bertolucci porque las diferencias estéticas e ideológicas entre ambos marcan los defectos que lastraron toda la obra de Bertolucci posterior a Novecento hasta hacerla –con la excepción de El último emperador– irrelevante, vanamente esteticista, retórica y hueca, casos de La luna, La tragedia de un hombre ridículo, El cielo protector, Belleza robada o Soñadores. Por eso no es cierto que con él haya muerto el último grande del cine italiano. Esto solo pudo decirse cuando murió Antonioni en 2007. Bertolucci era el más grande de la generación del 68, pero esta fue inferior a las de los 40 y los 50.

Por hacerle justicia hay que decir que tuvo siempre sensibilidad y criterio para la dirección fotográfica, que confió a Vittorio Storaro, y para la música: Delerue en El conformista, Morricone en Novecento, Gato Barbieri en El último tango en París o David Byrne y Ryuichi Sakamoto en El último emperador crearon para él algunas de sus mejores partituras.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios