Crímenes del futuro | Crítica

Puro Cronenberg con aire testamentario

Kristen Stewart y Léa Seydoux, en 'Crímenes del futuro'.

Kristen Stewart y Léa Seydoux, en 'Crímenes del futuro'. / D. S.

Hay directores que acaban por convertirse en un género tanto por su estilo e iconografía como por la temática sobre la que vuelven una y otra vez. A quienes les interesan sus películas esto les parece personalidad, autoría, capacidad para crear un estilo visual y definir un mundo propio. A quienes no les interesan les parece fruto de la machacona reiteración de una iconografía y unas pocas ideas hasta su agotamiento. Cronenberg lo representa en una versión tan radical que solo admite la admiración o el hartazgo. Pertenezco, quiero aclararlo, al segundo grupo.

Como a casi todo el mundo me interesó cuando, allá por 1979, se dio a conocer con Cromosoma 3. Y me siguió interesando con las posteriores Scanners, La zona muerta, Videodrome, La mosca, Inseparables o Crash [paso por alto el mamarracho de El almuerzo desnudo, que dio lugar a uno de los mejores gags de Nani Moretti, y la fallida M Butterfly]. Pero con el cambio de siglo, además de esos dos patinazos, a algunos nos empezó a cansar su obsesión por la carnalidad torturada o modificada. Me siguió interesando el Cronenberg que muchos de sus fans sado-cárnicos consideran menor por más convencional -el de Promesas del Este, Un método peligroso e incluso Maps to the Stars- al tiempo que me hartaba o aburría cada vez más el de eXistenZ o Cosmópolis.

Si les digo que Crímenes del futuro es el regreso del Cronenberg de las carnes torturadas y modificadas, de las fusiones entre cuerpos, órganos o cacharros (lo que se explica porque el guión fue escrito en su primera versión en los años 90 de su apoteosis), comprenderán tanto que no me entusiasme como que sí lo haga con sus fans sado-cárnicos, gustosos de esas mutaciones, fusiones, transhumanidades o lo que sea.

'Crímenes del futuro' es el regreso de Cronenberg a las carnes torturadas, a las fusiones entre cuerpos

En un futuro posindustrial y transhumano no muy alentador en el que reina la cirugía elevada a arte y el cuerpo se ve sometido a las más diversas transformaciones Viggo Mortensen se dedica a las performances cárnico-vanguardistas cual un Jack el Destripador que actuara en público exhibiendo cuerpos y órganos o un míster Potato que no acertara a ponerse ojos, nariz y orejas en su sitio. Lógicamente hay una trama de agencias internacionales que controlan estas cosas, rebeldes clandestinos y delincuentes.

Con un verbalismo excesivo que aborda también el discurso del arte cuando se reduce a exhibición y espectáculo, además de argumentos más o menos filosóficos, Cronenberg regresa a lo que para muchos es lo mejor y más radical de su cine, es decir a la carnalidad torturada, rotos los límites entre las materias orgánicas y no orgánicas, liberada una investigación convertida en moda o espectáculo para modificar desde su raíz la naturaleza humana.

Una auto celebración de Cronenberg a sí mismo y a su público más fiel y ávido de gandinga filosófica con un cierto aire testamentario (al fin y al cabo tiene 79 años). Cabe en su descarga la sospecha de que tras tanta palabrería y carnalidad torturada haya una ironía, un humor negro y un juego que sus exégetas se tomen en serio, al pie de la letra y la imagen. También caben en su descarga algunos hallazgos visuales notables, un final de rara fuerza, la dirección fotográfica de Douglas Koch y la música de Howard Shore: descubrir a este músico, el mejor compositor cinematográfico de las últimas décadas, es para mí el mérito mayor y más indiscutible de Cronenberg. Un Cronenberg puro para delicia exclusiva de sus fans. Ellos le pondrían cinco estrellas y yo una. Dejémoslo en tres.

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