Ariaferma | Crítica

Guardianes y prisioneros

Ambientada entre los muros de una vieja y ruinosa cárcel italiana en las montañas, Ariaferma enarbola su discurso humanista, conciliador y compasivo a propósito de la relación y las fricciones entre los funcionarios de prisiones y un puñado de presos obligados a convivir durante unas jornadas en pleno proceso de desmantelamiento del centro, a la espera de órdenes sobre el definitivo traslado de unos y otros.

En el epicentro de la historia, el gran Toni Servillo (La gran belleza) encarna al jefe de la cuadrilla de funcionarios y el no menos grande Silvio Orlando (El caimán) al capo mafioso que parece liderar al variopinto, intergeneracional y multicultural grupo de presidiarios siempre al borde del motín.

Ariaferma traza esa escalada de tensión desde la sobriedad de la puesta en escena y el buen aprovechamiento espacial, aunque también con excesiva ayuda de la música, pero entiende que es en el duelo teatral entre Servillo y Orlando, en el desvelamiento de las personalidades y la empatía mutua a pesar de los recelos, donde se construye realmente su alegato por la comunicación y el entendimiento, el retrato cercano a unos y otros lejos de los clichés del género carcelario, la comprensión de que, a ambos márgenes de ley, cautivos y guardianes no dejan de compartir, aquí en una situación límite, una misma reclusión y unas mismas preocupaciones existenciales.

El filme de Leonardo di Costanzo (L’intervallo, L’intrusa) funciona así sobre esta premisa elemental sabiendo jugar con la tensión del probable motín o el desbordamiento dramático como elemento catalizador de su progresión narrativa y pretexto para el retrato colectivo de flaquezas, miserias y contradicciones, dejando rienda suelta a dos grandes actores que se baten en la palabra, las miradas y el gesto, entre los fogones de una cocina o en el patio donde recogen y purgan las malas hierbas.