El hombre que vendió su piel | Crítica

Metáforas a gritos

Una imagen del filme de la tunecina Kaouther Ben Hania.

Una imagen del filme de la tunecina Kaouther Ben Hania.

Título literal, demasiado literal, para un filme que, paradójicamente, quiere jugar a la metáfora de altos vuelos a propósito del drama de los refugiados (sirios) y el mundillo fatuo del arte contemporáneo elevado a la categoría de autoparodia como en aquella The Square de Ruben Östlund. Aspiraciones elevadas que la tunecina Kaouther Ben Hania filma además con cierta ampulosidad estilística que distancia aún más cualquier posible mensaje de denuncia sobre la relación de Occidente con los conflictos (humanitarios) de los países lejanos a través de cierto engolamiento gratuito de la imagen.

Su película cuenta la historia de Sam Ali (Yahya Mahayni, premiado en Venecia), un perseguido político en la Siria de Bashar al-Ásad que, en pleno enamoramiento, tiene que huir del país para esquivar la cárcel y salvar la vida. Primero en Beirut, donde conoce a un artista de renombre, y luego en Bruselas, donde termina expuesto como pieza de museo con un tatuaje-visado a su espalda, nuestro protagonista se debate entre recuperar al amor perdido y escapar de su nueva condición de producto con mensaje a los ojos de visitantes, prensa y aseguradoras.

El filme insiste así machaconamente en sus metáforas y símbolos gritados pero se olvida de dar consistencia a esa relación amorosa que se supone ha de sostener el disparatado periplo y las decisiones de nuestro protagonista, un rebelde con causa atrapado entre la nostalgia de las raíces, el circo del arte moderno y una particular condición de refugiado que no encaja con la de sus compatriotas en el exilio.

Un último requiebro trilero tampoco ayuda a que El hombre que vendió su piel deje de ser un pretencioso artefacto arty y comprometido diseñado para festivales y producido con fondos de media Europa.