El lodo | Crítica

Antidepresivos, cañas y barro

Raúl Arévalo y Paz Vega, protagonistas de 'El lodo'.

Raúl Arévalo y Paz Vega, protagonistas de 'El lodo'.

Los planos aéreos de drones, la albufera valenciana como territorio mítico y salvaje propio de un western, la música, la presencia de Raúl Arévalo, un cadáver en la orilla de la laguna… El segundo filme de Iñaki Sánchez Arrieta (Zerø) no esconde, más bien al contrario, su filiación con La isla mínima como modelo nacional de referencia para desplegar sus férreos esquemas de género entre un paisaje natural con una fuerte personalidad propia donde perviven modos de vida y tipos fuera del tiempo y el dominio de la ley.

A ese paisaje codificado llega un biólogo (Arévalo) en pleno trauma familiar dispuesto a poner orden, civilizar y rectificar las malas prácticas locales que amenazan con acabar con el ecosistema, premisa para un alargado thriller de confrontación que pone también sus miras en el Peckinpah de Perros de paja para echar un pulso a lo real demasiado subrayado y aislado en sus señas de género.

Desdoblado así el conflicto hacia el exterior hostil, masculino y amenazante y el interior quebrado de la pareja, donde una Paz Vega pasa del rol decorativo a los aspavientos melodramáticos sin apenas solución de continuidad, El lodo se empantana en sus propias redundancias entre violentos golpes de efecto y una deriva tremendista que camina hacia un clímax bajo la lluvia donde vuelve a resonar la fotocopia del filme de Rodríguez con una acumulación de excesos que desbarata toda efectividad dramática.