Pacifiction | Crítica

Última ronda en el Paraíso

Una imagen del extraordinario filme de Albert Serra.

Una imagen del extraordinario filme de Albert Serra.

Dejando al margen a su personaje, porque eso es lo que parece, un personaje pedante, altivo y engreído, Albert Serra consigue en Pacifiction una fascinante y alucinada obra maestra que apela a un tiempo al cine clásico y a las narraciones de género y ambiente poscolonial, y también a esas texturas, modos y atmósferas visuales y sonoras de un cine de la contemporaneidad al que siempre ha querido subirse como catalizador de tendencias.

En una isla de la Polinesia francesa, un Alto Comisionado de la República es testigo, protagonista y peón de los movimientos sigilosos y acechantes de la conspiración política al tiempo en que las fuerzas locales se arman, los espías internacionales beben y espían, los almirantes de la patria urden el golpe final en la sombra, los ritos locales se ensayan y los cuerpos se relajan en un club nocturno de colores de neón llamado Paraíso.

Benoît Magimel se adueña del cuerpo diplomático y la Historia desde la rotundidad de su físico y la elocuencia lúcida y visionaria, también algo cínica, de su discurso crepuscular sobre el devenir aciago de los tiempos. El suyo, gigante, es un personaje esculpido desde la memoria del legado colonial, un fantasma que observa y analiza sobre el terreno, un médium entre el viejo y el nuevo orden, el último vestigio de una época y un paisaje sublime a punto de ser aniquilado.

Pacifiction deconstruye y ralentiza el cine de intrigas y espías desplazados en el terreno de la geopolítica desde un minucioso y deslumbrante trabajo de formas visuales y sonoras. Se diría que Serra está filmando un sueño, una alucinación del paraíso terrenal definitivamente corrompido y a punto de desaparecer. Siluetas recortadas en la hora mágica, insondables sonidos y músicas electrónicas, luces artificiales, el viento que azota las palmeras, las impresionantes olas para surfear, las lluvias torrenciales: el clima y la luz se apoderan de un relato que progresa a fuego lento, tal vez el más sólido y transparente de toda la filmografía de su autor. Se urden las alianzas y las complicidades y se presenta a los contendientes, todo se intuye sin necesidad de explicarlo, los desplazamientos de nuestro protagonista, que parece ir siempre un paso por delante de los demás pero también a la deriva y en espiral hacia el abismo, son también la guía por una geografía y sus rituales teatralizados.

El extrañamiento se mueve poco a poco hacia la abstracción, nos acercamos al final del sueño del hombre y a un último trance pesadillesco y nocturno: estamos ante el preámbulo siniestro de la destrucción del Paraíso como gesto de soberbia política, como gesto de estupidez en definitiva. Y el gran cine ha estado allí para darle forma.