Largo viaje hacia la noche | Crítica

En las texturas y el flujo de los sueños

Apenas dos películas han bastado para señalar a Bi Gan como el abanderado de la última generación del cine chino, nuevo niño mimado de una crítica que parece tener prisa por señalar a los herederos naturales de la que ha sido la mejor oleada de autores asiáticos en el cambio de siglo, esa que han protagonizado Hou Hsiao-Hsien y Tsai Ming Liang en Taiwán, Wong Kar wai en Hong Kong, Jia Zhangke en la China continental o Apitchapong Weerasethakul desde Tailandia.

A diferencia de Zhankge o del malogrado Hu Bo (An elephant sitting still), Bi Gan se mueve en un territorio en el que las huellas de lo real o lo social parecen dar paso directo al territorio del sueño y la cinefilia, que se fraguaba ya en su primer largo, Kaili Blues, y en este de título de resonancias dramáticas (Eugene O’Neall), en un explícito homenaje a directores como Hitchcock (Vertigo, una vez más), Tarkovski, Resnais, Lynch, Tarr o algunos de los arriba mencionados.

Un cine del sueño o el duermevela, un cine de texturas, colores y sonidos hipnóticos que trascienden, se desdoblan y envuelven la imagen en una suerte de magma flotante en el que se funden y confunden los tiempos y en el que las narrativas fragmentadas se dan el relevo entre lo imaginado, lo real, lo azaroso y lo onírico.

Largo viaje hacia la noche regresa a la región en el suroeste chino de la que Bi Gan es originario para volver a hacer de ella una suerte de territorio mítico para la nostalgia y la melancolía, un espacio atravesado por una cámara digital, ingrávida, voladora incluso, en busca de leves asideros de género (estamos aquí ante una suerte de film noir en el que un hombre busca el paradero de una mujer que tal vez sólo existe en su imaginación) que conduzcan, en efecto, un largo camino de sensaciones y tonalidades que remiten a un estado de conciencia lúcida suspendida entre una voz en off de régimen poético y un ojo que se desplaza con suavidad ceremonial hacia esa catarsis de estilo fraguada en un largo plano secuencia de 60 minutos que busca la salida del filme y que Bi Gan ha rodado en 3D.

Así, este complejo ejercicio de estilo no quiere ser tanto una demostración de virtuosismo, que también, sino la materialización de este constante desplazamiento entre lo real y lo imaginado, entre presente y pasado, entre el relato y su interiorización subjetiva, en una fórmula tan estimulante como, por momentos, algo ensimismada. Hay en esta poesía de la memoria herida y el reencuentro con los fantasmas una cierta sensación de artificio caligráfico en el que dar cita a los cineastas amados antes que a la construcción de una forma orgánica nacida de la propia materia lírica del relato. El joven Bi Gan, 29 años, parece haber visto más cine que vivido esas experiencias del recuerdo convertido en hermosa materia plástica y relato suspendido.