Oreina (Ciervo) | Crítica

Trama y fondo

La marisma Saria, en la margen izquierda de la Ría de Oria (Guipúzcoa), acoge y protagoniza este primer largo de ficción de Koldo Almandoz, a quien descubrimos hace un par de años gracias a su estimulante documental experimental Sipo Phantasma, que salía al encuentro de la trastienda y la intrahistoria mítico-literaria del Nosferatu de Murnau.

Un espacio y un paisaje, entre la tierra, el agua y el bosque, por el que asoman también los polígonos, las fábricas y las gasolineras, el acecho de la industrialización y su decadencia, territorio de frontera y límite por el que transitan los tres personajes que protagonizan esta historia de silencios, rencillas entre hermanos, pesca furtiva, trapicheo, racismo, desarraigo, amor y sexo truncados manejada desde la distancia y el secreto, acompañando unos trayectos (en moto, en barca, a pie) que trazan una suerte de cartografía etnográfica de la soledad y la incomunicación.

El ciervo (disecado) al que hace referencia el título del filme vigila desde el extrañamiento ese espacio de confluencia entre dos hermanos que conviven en la misma casa sin hablarse: un profesor universitario y homosexual regresado a casa tras un incidente en Francia, y un pescador y agricultor apegado al lugar con una pena de cárcel a sus espaldas. Entre ambos, un joven de origen magrebí llamado Khalil y la guarda forestal que vigila sus movimientos furtivos.

Estos cuatro personajes, apenas esbozados, se cruzan por el paisaje de la zona intentando levantar una pequeña ficción de miradas, encuentros y pocas palabras que, a la postre, deviene algo artificial en la obviedad de su estructura dramática y en su tono predominantemente tristón.

En sus aspiraciones minimalistas y ambientales, Oreina no termina de cuajar unos verdaderos vínculos emocionales con sus personajes y sus pequeñas historias de resonancias universales, tal vez porque, a pesar de su voluntad de discreción narrativa, termina por notarse demasiado esa escritura que la sostiene.