Mary y la flor de la bruja | Crítica

A la sombra del maestro Miyazaki

Basada en la novela infantil de la británica Mary Stewart (1916-2014) La pequeña escoba de palo (1971), Mary y la flor de la bruja es el primer proyecto del Studio Ponoc, fundado en 2015 por antiguos colaboradores de Hayao Miyazaki en Ghibli como el productor Yoshiaki Nishimura, el director Hiromasa Yonebayashi (Arrietty y el mundo de los diminutos, El recuerdo de Marnie) o el guionista Riko Sakaguchi (El cuento de la princesa Kaguya), autor de esta adaptación.

Un proyecto plenamente deudor de la estética, los relatos y la imaginería del gran sensei del anime moderno hasta tal punto que se diría un refrito de personajes, trayectos narrativos, paisajes, animalario fantástico y artilugios voladores o flotantes extraídos de numerosas secuencias imaginadas por el creador de Mi vecino TotoroEl viaje de Chihiro.

La protagonista vuelve a ser aquí una niña solitaria con acceso a un mundo de magia y aventura iniciática, en una batalla algo ingenua y reblandecida entre el bien y el mal a costa del buen o mal uso y control de estos poderes sobrenaturales, en un viaje de ida y vuelta entre una realidad rural anglosajona y un universo de fantasía lisérgica y transformismo donde lo siniestro asoma de manera mucho más atenuada que en las grandes obras de Miyazaki o Takahata.

Puede decirse así que, bajo su colorida paleta de parecido razonable con la marca original, Mary y la flor de la bruja supone una rebaja del nivel de complejidad de las cintas del maestro, de la misma forma que su acabado y su animación no terminan de brillar en la proliferación de matices atmosféricos y hallazgos técnicos de sus ilustres hermanas mayores.