El faro | Crítica

Muy interesante, pero miré el reloj

Willem Dafoe y Robert Pattinson, en una imagen de la película.

Willem Dafoe y Robert Pattinson, en una imagen de la película. / D. S.

Una portentosa interpretación de Willem Dafoe. Lo que es casi una redundancia: como Christopher Walken –a quien por alguna razón siempre le he vinculado– se trata de un actor capaz de una intensidad arrolladora que, sin embargo, carece de los tics que habitualmente acompañan –desde los años de Stanislavski, Lee Strasberg, el Actor's Studio y "el método"– a estos actores tan personales como intensos. Y una interpretación de Robert Pattinson –actor cuyo potencial, hasta ahora, ha solido estar por encima de sus películas– de la que se puede decir como mayor elogio que aguanta frente a Dafoe situándose a su nivel. Como ellos dos son los únicos intérpretes de esta película claustrofóbica que se desarrolla en un faro situado en una isla desierta, la inmensa calidad de sus actuaciones es uno de los grandes valores de esta película.

La dirección fotográfica de Jarin Blaschke, quien tras trabajar muchos años en cortometrajes tuvo su primer éxito con la ópera prima de Robert Eggers La bruja y se puede considerar consagrado con esta El faro, es igualmente excepcional. El director ha escogido el formato cuadrado clásico y un verdadero blanco y negro. Con ello quiero decir que se ha rodado en formato de 35 mm. y en blanco y negro, no pasándola en posproducción al blanco y negro. Los blancos y los negros son tan puros y la luz y la oscuridad libran una batalla tan espectacular que hay que remontarse a los operadores nórdicos Carl Andersson o Henning Bendsten, Gunnar Fischer o Sven Nykvist de Dreyer y Bergman o a los operadores alemanes Karl Freund, Fritz Arno Wagner o Carl Hoffmann de Lang o Murnau –en quienes evidentemente se inspira– para encontrar estas calidades. Así de duro y puro es el maravilloso blanco y negro que Blaschke logra manejando la luz. Y este es otro de los grandes valores de esta película.

El diseño de sonido de Damian Volpe es tan excepcional como las interpretaciones y la fotografía. No tanto la música de Mark Corven, que no carece de calidad, sino su mezcla con el sonido real y el recreado. En esta película, además del viento, del graznido de las gaviotas, del rugir de las olas, del goteo de las filtraciones, del crujir de las maderas o del gemido de la sirena que alerta a los barcos, Volpe logra que se oiga el óxido, la humedad, la suciedad, la angustia, el miedo, la putrefacción. Crea un universo de sonidos perfecto tanto para la dramaturgia como para la radical y severa imagen en blanco y negro. Y este es otro de los grandes valores de esta película.

Otra imagen de la película de Robert Eggers. Otra imagen de la película de Robert Eggers.

Otra imagen de la película de Robert Eggers. / D. S.

El problema llega con el guión. La idea es buena aunque no original. Dos personajes recluidos en un espacio cerrado se destrozan el uno al otro mientras se hunden en la demencia. Y no es original porque repita un tópico claustrofóbico, sino porque lo hace con planteamientos que recuerdan demasiado el teatro de Beckett o Pinter. Pese a la fuerza de los diálogos, en muchos casos inspirados en Herman Melville, se hace fatigoso el largo duelo en mi opinión –no compartida por la mayoría de los colegas– en exceso teatralizado de acuerdo con los criterios exasperados de los años 50 y 60. Las incursiones en lo fantástico, con la aparición delirantes de criaturas del bestiario marino, tampoco me parecen logradas.

Tras el éxito de su opera prima, La bruja, Robert Eggers ha arriesgado mucho. Y ha logrado una obra original, atípica, contracorriente. Pero que a algunos, pese a la admiración por las interpretaciones, la fotografía, el sonido y la tensión que en no pocas ocasiones se alcanza, no nos ha impedido mirar el reloj deseando que de una vez por todas se aniquilen el uno al otro y termine la función.

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