Lo más difícil al filmar la vida de un artista es evitar el tópico de la joroba de Kierkegaard, que pretendía explicar la angustia existencial del filósofo a partir de su deformidad física. Es decir, el peligro de convertir la anécdota –por relevante que pueda parecer– en categoría.
La vida privada de Rodin fue tan borrascosa y contradictoria –hoy sería denunciado por machista si no incluso por maltratador– como contradictorias –delicadas y brutales, sensibles y poderosas o seductoras y aplastantes– son sus geniales obras. Pero establecer un paralelo explicativo o interpretativo entre una y otras es arriesgado.
El tan interesante como últimamente indigesto veterano realizador Jacques Doillon –¡qué lejano aquel 1975 en que lo descubrimos a través de Un saco de canicas y qué trullo su último Mis escenas de lucha!– se ha lanzado a hacer un retrato de Rodin que pretende explicar su vida a partir de su obra, y ésta a partir de aquélla. Ama como modela y modela como ama, salvaje y apasionadamente. Triunfa y fracasa con las mujeres –o las estruja como si fueran arcilla– como lo hace ante sus críticos con algunas de sus más grandes obras, como Las Puertas del Infierno o el monumento a Balzac. Centrándose sobre todo en su famosa relación con Camille Claudel, ya tratada en la más interesante Camille Claudel (1988) de Nuytten, en la que Adjani hacía de Camille y Depardieu de Rodin.
El resultado es desigual, pesado e incompleto. La película solo tiene a su favor el atractivo de este contradictorio genio de la desmesura –puñetazo y caricia a la vez–, aunque Doillon no haga justicia a su complejidad, y la interpretación de Vincent Lindon, a cuyo esfuerzo tampoco hace justicia el director.
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