Rodin | Crítica de cine

Sin la fuerza de Rodin

Una imagen de la película protagonizada por Vincent Lindon.

Una imagen de la película protagonizada por Vincent Lindon.

Lo más difícil al filmar la vida de un artista es evitar el tópico de la joroba de Kierkegaard, que pretendía explicar la angustia existencial del filósofo a partir de su deformidad física. Es decir, el peligro de convertir la anécdota –por relevante que pueda parecer– en categoría.

La vida privada de Rodin fue tan borrascosa y contradictoria –hoy sería denunciado por machista si no incluso por maltratador– como contradictorias –delicadas y brutales, sensibles y poderosas o seductoras y aplastantes– son sus geniales obras. Pero establecer un paralelo explicativo o interpretativo entre una y otras es arriesgado.

El tan interesante como últimamente indigesto veterano realizador Jacques Doillon –¡qué lejano aquel 1975 en que lo descubrimos a través de Un saco de canicas y qué trullo su último Mis escenas de lucha!– se ha lanzado a hacer un retrato de Rodin que pretende explicar su vida a partir de su obra, y ésta a partir de aquélla. Ama como modela y modela como ama, salvaje y apasionadamente. Triunfa y fracasa con las mujeres –o las estruja como si fueran arcilla– como lo hace ante sus críticos con algunas de sus más grandes obras, como Las Puertas del Infierno o el monumento a Balzac. Centrándose sobre todo en su famosa relación con Camille Claudel, ya tratada en la más interesante Camille Claudel (1988) de Nuytten, en la que Adjani hacía de Camille y Depardieu de Rodin.

El resultado es desigual, pesado e incompleto. La película solo tiene a su favor el atractivo de este contradictorio genio de la desmesura –puñetazo y caricia a la vez–, aunque Doillon no haga justicia a su complejidad, y la interpretación de Vincent Lindon, a cuyo esfuerzo tampoco hace justicia el director.

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