Crítica de Cine

La infancia oscura

Hasta bien entrada su primera hora, Los demonios funciona como un distanciado, frío y hanekiano retrato de una infancia confusa en plena fase de descubrimiento del mundo. El niño observa o espía, y nosotros con él, a sus padres en crisis o a la profesora que lo ningunea, se inicia en juegos crueles y prohibidos o comparte con sus hermanos algunos destellos de felicidad familiar. Lesage extraña los gestos cotidianos a través de la puesta en escena, tomando distancia, fijando la cámara y delineando el plano, desplazando lentamente el zoom a la manera de un Kubrick, creando patrones rituales que van sedimentando un particular mapa dramático de los acontecimientos.

Su mirada (también el uso de la música) enturbia y conmociona así un proceso natural de ritos de iniciación para dotarlo de tensión y extrañeza, para preludiar, pronto lo sabremos, el acecho de lo siniestro y lo terrorífico en un espacio de confort burgués apenas acechado por las noticias y leyendas urbanas.

Sin embargo, Los demonios gira en otra dirección (menos interesante) pasada esa primera hora. Un joven socorrista, al que ya hemos visto de pasada, secuestra a un niño y lo lleva a un parque donde desaparece. La película de Lesage (Copenhague, a love story) se instala entonces en el territorio explícito del género, replegándose sobre sí misma para materializar los miedos y esa sensación de tensa normalidad de la primera parte en una verdadera trama criminal, apuntando tal vez que el mal, esos demonios del título, funcionan en una dimensión paralela pero cercana, trasunto de una etapa de temores nocturnos y desconcierto ante el mundo desde el punto de vista de un niño.

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