Nop | Crítica

Espectacular circo cinéfilo de muchas pistas

Daniel Kaluuya vuelve a trabajar con Jordan Peele en ‘Nop’.

Daniel Kaluuya vuelve a trabajar con Jordan Peele en ‘Nop’. / D. S.

No comparto el generalizado entusiasmo por el cine de Jordan Peele. Las aclamadas Déjame salir y Nosotros, no careciendo de valores, no me entusiasmaron. Dejémoslo en un discreto interés. Hasta ahora. Porque lo que la mayoría de la crítica aplaudió en esas películas –sobre todo su fuerza visual y originalidad temática que dan la vuelta y renuevan el género de terror– lo he encontrado en esta. Y lo que de apreciable encontré en ellas aquí se manifiesta de forma mucho más rotunda. Imposible decir qué es, lo que ya supone un punto a su favor. Es un blockbuster carísimo, pero también una obra de autor. Es una película de ovnis, pero también un western. Es una obra de pura fantasía, pero también una fábula política y social. Es un espectáculo caro y lleno de efectos, pero también una reflexión sobre el espectáculo y sus efectos. Es una larga cita de muchísimos referentes populares, desde las series tipo Dimensión desconocida de Rod Serling y Rumbo a lo desconocido de Leslie Stevens hasta las películas de terror alienígena de los años 50 o los escualos y las grandes máquinas marcianas de Spielberg, pero también es su Quijote que las destroza –no sin cariño– como si rompiera un muñeco para estudiar sus mecanismos. Trabaja con otros materiales de acarreo, desde el gore de autor de Cronemberg a las estilizaciones del fantástico de Nolan y Shyamalan o la cinefilia cínica y admirada de Tarantino, pero no hace un cesto nuevo con mimbres viejos o prestados. Es desasosegante como una película de horror llevada al límite del gore, pero también cómica como una comedia de situación o un show televisivo de pervertidos. Es puro cine de Hollywood, incluso un homenaje al cine popular y comercial de Hollywood, pero también se revuelve contra el cine de Hollywood (preciso: del último Hollywood) como si fuera un ouróboros, el dragón que se devora a sí mismo mordiendo su propia cola. Tan consciente es el director de que hace nueva arquitectura fílmica con materiales de acarreo que ha fichado para la fotografía al extraordinario Hoyte van Hoytema, el director de fotografía de Déjame entrar de Alfredson, Ad Astra de Gray e Interstellar de Nolan. Y no dudo de que si vivieran Gordon Willis y Ray Harryhausen los habría contratado.

Hay un rancho en el desierto próximo a Los Ángeles en el que unos hermanos afroamericanos cuyo pedigrí cinematográfico podría remontarse a los orígenes del cine antes del cine –descendientes del jinete negro que montó el caballo de la famosa serie fotográfica de Muybridge en 1878– sobreviven adiestrando caballos para películas tras la trágica y extraña muerte del padre. Hay una rara nube y fenómenos mucho más extraños. Hay alienígenas. Y hay una reacción muy de hoy, de la sociedad del espectáculo que ha superado el paroxismo televisivo con la fiebre de los móviles y las redes: grabarlo todo para hacerse famosos y ricos. Pero no de cualquier manera para venderlo barato, sino con profesionales de la industria del cine (y del cine de antes, nada de tonterías digitales, que Peele lleva todo lo lejos que puede su juego con contradicciones reivindicando la artesanía y el celuloide). Sumen a todo esto la actuación de un mono cabrón en un programa televisivo y tendrán algunas, solo algunas de las cartas con las que Peele hace la asombrosa prestidigitación visual que es esta película.

Una película visualmente fascinante y juguetona, en la que Peele propone una cosa y su contrario

Tras todo ello hay un homenaje al cine como espectáculo (esta película lo es, y muy visualmente potente) a la vez que una crítica feroz de la sociedad que todo, hasta lo más atroz, lo reduce a espectáculo y comercializa (como, por otra parte, hace la película que, tras los créditos finales, da una última pirueta cínica aceptando las reglas más duras del cine-parque de atracciones actual). Como ven, Peele no deja de obligarnos a decir una cosa y su contrario. Porque en este juego cínico lleno de provocativa inteligencia y de cálculo comercial está lo mejor de esta película tan visualmente fascinante y argumentalmente juguetona –su muy largo metraje pasa en un suspiro– que habrá que dejar que se enfríe (y que nos enfriemos) para tener una perspectiva objetiva sobre ella.

¿Es una obra maestra del cine popular que marcará un antes un después en el cine comercial de autor que hizo la grandeza del Hollywood clásico –que, como los chicos de Cahiers reivindicaron, tuvo sus autores– y el moderno Hollywood busca desde hace medio siglo (literalmente: desde que El Padrino o Tiburón volvieron a unir genio y taquilla)? Quizás. Desde luego en la obra de Peele es un gigantesco salto hacia adelante. Y una sorpresa, por su rareza ultracinéfila desde el pionero Muybridge a Rod Serling, Spielberg o Nolan, en la taquilla de este verano, liderándola en Estados Unidos y allí donde se va estrenando. Quizás es que aún hay esperanza para el cine comercial y popular inteligente. Y para el espectador que quiera asombrarse, entretenerse y sorprenderse sin que le hagan una lobotomía digital.

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