Crítica

Amigos de lo ajeno

  • En este libro editado por Renacimiento, el jurisconsulto Domenico Giuriati se pregunta qué tipo de crimen es el plagio, y si merece reprobación de las leyes aparte de la moral

Gustave Flaubert.

Gustave Flaubert. / DS

El del plagio es un bache de tropiezo obligatorio en las disciplinas artísticas ya desde el primer momento en que alguien se decidió a empuñar una pluma o un pincel. El motivo parece claro: mucho más cómodo que partirse las sienes ideando una imagen original resulta tomar prestada la de un vecino, hacerle un par de retoques y presentarla al respetable como propia, en la espera de recabar el aplauso que a la otra se le niega. Entre las mezquindades del plagio, actividad indisoluble del ejercicio de las letras y más en los tiempos que corren, peor que la apropiación indebida, está quizá el silenciamiento del autor real: porque quien plagia suele encontrarse en una posición de poder que permite hacer un círculo de vacío a su alrededor, una nada en la que se desvanecen escritores y poetastros con mucho menos nombre de los que él, amparado por sus títulos, puede servirse sin empacho.

Que el asunto levantaba ampollas hace ya más de un siglo (y cabe remontarse a un pasado todavía más distante) lo revela este volumen del jurisconsulto Domenico Giuriati, publicado originalmente en 1903, y que trata de ser, de un modo informal y a menudo ocurrente, una especie de enciclopedia de la copia tanto desde el aspecto histórico como del legal. Giuriati se pregunta qué tipo de crimen es el plagio, y si merece reprobación de las leyes aparte de la moral; cuándo se puede hablar exactamente de plagio, si se puede perpetrar de manera inconsciente; por qué se lleva a cabo, y, sobre todo, por qué hay lumbreras consagradas de la literatura que se rebajan a su empleo sin necesidad; quiénes lo hicieron primero, cómo, para qué; si podría evitarse y, en tal caso, de qué armas deberían proveerse las autoridades para prevenir su proliferación. La monografía de Giuriati es instructiva, además de amena, y conserva una dolorosa actualidad: la gran mayoría de sus interrogaciones y dictámenes podrían haber sido escritos fácilmente ayer.Todos creemos saber detectar un plagio en cuanto lo sobrevolamos, pero no siempre queda claro dónde comienza. Aquí el autor cita algunas de las excusas que a lo largo de los siglos los plagiarios han empleado para defender su dudoso quehacer, y lo cierto es que muchas de ellas resultan difíciles de salvar aun para quienes se presumen sordos a toda influencia. En primer lugar, resulta prácticamente imposible innovar en cuestión de tema, sobre todo si uno escucha el medio cultural, nacional, espaciotemporal en el que vive: asomémonos a cualquier mesa de novedades y contemos la cantidad de novelas que se escriben sobre mujeres en la cuarentena que buscan su posición en una sociedad heteropatriarcal amenazada por el naufragio. Y en relación con esto, sobre todo en el mundo posmoderno en el que nos ha tocado vivir, se encuentra la superstición de la intertextualidad, o el robo puro y simple enmascarado de ocurrencia: una vez admitido que nada nuevo hay bajo el sol, al artista no le queda sino permutar lo que otros ya hicieron, en una sumaria labor de corta-y-pega (la propia expresión ya se ha convertido en etiqueta) sin mayores retortijones de conciencia. De Andy Warhol a Borges, el plagio se consagra bajo el eufemismo académico de deconstrucción u homenaje.

Este libro de Giuriati se lee comoun gráfico recorrido por algunos de los plagios más sonrojantes de la historia. Abundan, como es natural, los de escritores del siglo XIX, y mayormente de las áreas francesa e italiana: al respecto, es descacharrante el saqueo, cotejado al milímetro, al que Edmundo De Amicis sometió el Viaje a España de Théophile Gautier, ampliado luego por latrocinios de otros maestros: Montaigne, Balzac, Flaubert, Dante, Shakespeare y un largo etcétera que incluye los nombres más sonoros de la literatura mundial. Escrito en un moroso estilo de conversación de café, entre guasón y melancólico, el texto se pierde a menudo en deliciosas divagaciones que nos llevan del oficio del artesano literario a las leyes contra el duelo, en la vena de esas misceláneas, cada más raras por desgracia, donde el libro es una especie de amigo al que escuchamos con ensimismamiento, buscando apearnos de obligaciones más urgentes y engorrosas. Una excelente excusa, en fin, para pasar un buen rato entre ladrones de versos y sus pobres víctimas.

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