Cultura

Discurso de la penumbra

  • Siruela vuelve a reeditar 'El elogio de la sombra', de Junichiro Tanizaki, un ensayo en el que su autor dedica un emotivo elogio a la luz velada.

EL ELOGIO DE LA SOMBRA. Junichiro Tanizaki. Traducción del francés de Julia Escobar. Siruela. Madrid, 2016. 96 páginas. 10,90 euros.

En Occidente, al menos en España, la literatura japonesa de inicios del siglo XX ha sido redescubierta y valorada en el nuevo milenio. Los nombres mayores de Yukio Mishima, Natsume Soseki, Kobo Abe o Yasunari Kawabata son suficientemente conocidos entre los lectores. El autor que ahora nos ocupa, Junichiro Tanizaki (1886-1965), pertenece a la pléyade de escritores japoneses que perviven como relicarios de otro tiempo ya escindido, casi olvidado. Por fortuna hoy hay vidilla más allá de las leidísimas novelas de Haruki Murakami, icono del mainstream literario y quién sabe si culpable del éxito del sushi y de la plaga de tanto puesto esquinero de comida rápida. Aparte del citado novelista y corredor de maratones, el Japón de la cultura popular lo asociamos por instinto automático al manga y al otaku, su estética afín. Pero hubo un tiempo en el que el Sol Naciente no remitía a modismo alguno.

Como otros autores de aquel Japón de otrora, Tanizaki refleja en su obra el dilema de la cultura tradicional, que quedaría abrasada por el ciclón que Occidente -y EE.UU en particular- trajo consigo a partir de la ignominiosa derrota del imperio en la Segunda Guerra Mundial. En este pequeño ensayo, ya célebre por otra parte y ahora reeditado, Tanizaki dedica un emotivo elogio a la penumbra, a la luz velada, a la sombra que se reivindica como cálculo estético y como pócima para los nervios. No se trata de un ensayo sobre pintura, como podría deducir el lector apresurado. Se trata de un recorrido por la historia cultural de la sombra, de lo sombrío, que lo mismo abarca a los placeres del retrete, al teatro tradicional no, a la comida, a los objetos lacados, a la arquitectura japonesa y a la disposición de sus estancias. Obras como ésta explican el éxito inesperado de ciertos libros que consiguen darle la vuelta a una temática que, en principio, nos podría parecer fatigante, incluso ridícula (caso, por ejemplo, de La liebre con ojos de ámbar de Edmund de Waal, donde la historia de unas figurillas de madera y marfil desvelan un extraordinario viaje en busca de unos ancestros familiares).

Para Occidente la luz es dadora de vida. Pero para un cultivado oriental la bondad de la luz se halla en su gradación, en la tenue claridad que se muestra bella, traspasada, casi vencida por una voluntad de consunción. Los japoneses solían crear belleza propiciando sombras en lugares que en sí mismos eran insignificantes. Lo bello, según Tanizaki, no es una sustancia en sí, sino un dibujo de sombras, de claroscuros que se yuxtaponen y alcanzan la emulsión perfecta para los sentidos. "Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz del día pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra". De ahí, decíamos más arriba, que la sombra adquiera ese valioso cálculo estético.

Si en Occidente los objetos de plata suelen rebrillar con codicia en toda morada (no importa si humilde o de postín), para un japonés es la pátina, la suciedad umbrosa que el tiempo acumula en el candelabro o en el plato repujado lo que da prestancia a cada cosa. El objeto muestra así su valor solemne, por encima de todo destello envanecido de sí. La suciedad es pues un aditamento de la belleza. En una casa tradicional todo objeto, tasado ya por sus partículas de polvo, adquirirá su esplendor en mitad de la estancia, tamizada ésta por la leve luz que entra por las puertas correderas (fusuma) y por los biombos de papel (shoji), donde se aprecia sensiblemente, por ejemplo, un paisaje tintado. Muchas de estas tinturas remiten a aquellos paisajes secos (karesansui) que pintaban los antiguos monjes zen. Tanizaki lo explica todo mucho mejor en sus páginas.

Entre otros asuntos abordados, también el cine japonés difiere del norteamericano y del europeo por el contraste y el juego de sombras. Igual ocurre con la gastronomía del Extremo Oriente. A riesgo de que un emprendedor le dé por abrir más franquicias, diremos que para Tanizaki el arroz blanquísimo presentado en un caja de laca negra suponía el máximo estímulo para el paladar más exquisito. De ahí el contraste sutil de una cocina que tan bien armoniza con la sombra.

Al igual que sus coetáneos literarios, Tanizaki sufrió con la escisión del mundo estamental que había heredado. La nueva civilización occidental de posguerra fue agrietando los viejos códigos. Nuestro autor lo asumió y no se queja por ello. Pero al escribir este libro nos dice que su propósito no fue más que el de resucitar ese universo de sombra que ya en su época se estaba disipando.

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