El sueño de Leibniz | Crítica

El sueño de la Filosofía

  • Juan Arnau defiende que la la vida de un gran filósofo, lo que hizo y no sólo lo que pensó y escribió, debe equipararse al mayor de sus tratados; y siguiendo esa premisa narra ahora la desaforada biografía de Leibniz

El filósofo y astrofísico Juan Arnau (Valencia, 1968).

El filósofo y astrofísico Juan Arnau (Valencia, 1968). / Álex Cámara

Filosofía y literatura poseen una larga historia conjunta, alimentada, de una parte, por aquellos escritores que han querido explotar la riqueza estética de ciertas ideas o sistemas (el largo etcétera va de Swift o Voltaire a Huxley), y, de otra, por los filósofos que han intentado volcar sus esquemas en obras literarias (los menos, entre los que cabría incluir a Platón y Nietzsche). Existen incluso quienes consideran que la Filosofía (y más concretamente, la Metafísica) no constituye sino un subgénero de la escritura como el drama o la poesía épica, y que todo autor la ejerce, al estilo de Kafka o de Camus, siempre que se pregunta por los límites de la experiencia humana o del universo que la circunda.

Sea de un modo o de otro, cierto es que existen obras, planteamientos y propuestas que se inclinan más hacia lo abstracto que al retrato de la sociedad o del personaje, o que abordan explícitamente episodios concretos de nuestra tradición intelectual que se nos invita a retomar con ojos nuevos. Habría que incluir en esta última nómina todas las novelas construidas en torno a grandes figuras de la Historia de la Filosofía, y en particular las de Juan Arnau.

Si bien Arnau ejerce la disciplina de manera profesional desde su posición como profesor de Filosofía Moral en la Universidad de Granada, él haría bueno ese aforismo de Adorno según el cual la Filosofía es la especialidad de la no especialidad. Atraído en sus inicios por la Astrofísica, que estudió en Madrid, la insatisfacción le condujo luego a Benarés, donde iniciaría estudios de sánscrito y pensamiento oriental completados en México. Siguieron 20 años dedicados a desentrañar los laberintos del budismo y las concepciones de Vasubandhu, que cristalizarían en estudios pioneros en nuestro país como Cosmologías de la India (2005) o Antropología del budismo (2007).

Una última etapa de su obra, quizá la más visible, dio inicio con su colaboración con la editorial Atalanta, donde publicaría, entre otros, el Manual de filosofía portátil (2016), antecedente directo de la su trilogía de "ficción filosófica", en Pretextos: El cristal Spinoza (2012), El efecto Berkeley (2016) y este El sueño de Leibniz que comentamos hoy.

Digo que hay una raigambre común para los tres últimos títulos en el que les antecede, y es fundamentalmente de orden estilístico. Tratando de hibridar en lo posible (según sus propios presupuestos teóricos) lo especulativo con lo poético, Arnau ensayó en su Manual una historia del pensamiento basada en un formato original, más biográfico o anecdótico, que a ratos recordaba al libro de texto de bachillerato y otros, los más felices, a las semblanzas sintéticas de Schwob o Borges.

Reproducción parcial de un retrato de Leibniz (1646-1716) obra del pintor Bernhard Christoph Francke. Reproducción parcial de un retrato de Leibniz (1646-1716) obra del pintor Bernhard Christoph Francke.

Reproducción parcial de un retrato de Leibniz (1646-1716) obra del pintor Bernhard Christoph Francke. / D. S.

Una de las ideas que se avanzaban en esa obra es que los filósofos nos transmiten sus principios tanto o más cabalmente a través de lo que hacen que de lo que piensan, de modo que la vida de cualquiera de ellos puede, y debe, equipararse al mayor de sus tratados. Coherente con dicho punto de partida, las sucesivas entregas que ha ido dedicando a grandes mentes de nuestro pasado (todas, curiosamente, de los siglos XVII y XVIII) se han caracterizado por tratar de beber de dos savias paralelas: de un lado la de las tesis del autor en cuestión, siempre presentadas de un modo que, aunque claro y riguroso, sepa aprovechar sus matices de más color; de otro, la biografía que ha conducido a la gestación de dichas tesis, de la que estas han surgido y que se mantienen inextricablemente unidas a ellas como la enredadera al tutor o la támbara.

Que uno de los privilegiados por Arnau haya sido Gottfried Wilhelm Leibniz no resulta en absoluto sorprendente. Llama la atención de él, en efecto, la vida desaforada: cuando se compara con un individuo que a lo largo de sus 70 años de existencia ocupó cargos como alquimista del concejo de Núremberg, asesor del elector de Maguncia, consejero áulico en la corte de Hannover, bibliotecario real, genealogista de la casa de Brunswick, que estudió el chino e investigó los principios de la minería metálica y la fabricación de porcelana, por no hablar de la posibilidad de elaborar un idioma universal, "uno (en palabras de Diderot) tiene la tentación de tirar todos sus libros e ir a morir silenciosamente en la oscuridad de algún rincón olvidado".

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

La cosa no mejora cuando nos enteramos de que aprendió espontáneamente a leer latín a los 6 años, al ser abandonado en la biblioteca de su difunto padre, o que escribía hasta por las esquinas, aprovechando cualquier fragmento de papel, en cualquier situación, sin exceptuar los viajes en diligencia y los instantes previos al sueño. Esa misma aspiración a la totalidad, a lo inabarcable de una pulsión que condujo lo mismo al descubrimiento del cálculo infinitesimal que al intento de conciliar las Iglesias divorciadas por los cismas, se revela igual en su pensamiento.

Es el de Leibniz de una extrema riqueza, preocupado, como la música de su tiempo, en no dejar espacios en blanco: la energía, el impulso de crecer, percibir, procrear, encarnados en la famosa mónada, llena hasta el último resquicio de la creación por lo alto y por lo bajo. Si en el microscopio se confunde con el vibrión y la ameba, agitándose agónicamente en su átomo de agua, al ascender alcanza al hombre y al ángel y finalmente se transfigura en Dios, el testigo último que observa el mundo a través de las almas particulares, del mismo modo que un vidriero contempla las cosas a través de las distintas lentes de su taller.

En una prosa cadenciosa y contundente, Leibniz nos va hablando de sí mismo, de sus sueños, de ese otro gran sueño que es su propia vida. Presuntas confesiones de almohada que el filósofo redacta poco antes de apagar la lámpara nos permiten recorrer los principales hitos de su periplo tanto externo (sus correrías por toda Europa en pos de nuevas invenciones, de ideas apenas alumbradas, de libros y sabios con los que se cartea) como interno, siempre en un punto indeciso entre la razón y lo que la roza o queda más allá de ella. Pues, leemos en la página 15, "quienes ven en el sueño una muerte transitoria desconocen los tesoros que oculta. En el sueño se fragua la energía de la vida. Ved cómo crece el recién nacido mientras duerme, cómo reconoce lo que vio. No viene de la nada, visita lugares en los que ya ha estado".

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