Cultura

Necesidad de imaginar

  • Mark Fisher espiga de entre los productos culturales del capitalismo los síntomas de sus contradicciones.

REALISMO CAPITALISTA. ¿NO HAY ALTERNATIVA? Mark Fisher. Caja Negra. Buenos Aires, 2016. 160 páginas. 16 euros.

Fisher, que fue crítico cultural, sobre todo de música, y ahora enseña filosofía, nos explica nuestra ruina en este influyente libro escrito con urgencia, escaso aparato crítico y voluntad de agitar conciencias con el objetivo no tanto de repensar las ideologías de izquierdas como de plantearle dudas al sistema que acoge nuestra potencialidad política. Se repasan aquí, entonces, una serie de aporías a las que nos ha condenado la ecuación que ha igualado realidad con capitalismo, un sintagma que se ha desarrollado sin tanto rechazo como cuando el realismo fue socialista y el apellido despertaba la lógica aversión ante cualquier burda limitación de la virtualidad vital.

Así, hablamos de lo que separa a un determinado sistema político, social y económico de otra cosa más difícil de definir y que Fisher designa como una "atmósfera general" que ha ido poco a poco condicionando nuestra manera de regular el trabajo, producir cultura o educar como lo hubiera hecho una maldición venida del espacio exterior. Cuando Fredric Jameson decía en los años 80 del pasado siglo que era "más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo", o incluso cuando Margaret Thatcher por las mismas fechas resumía en el eslogan "There is no alternative" la supremacía de la alianza entre liberalismo económico y conservadurismo político en la gestión y organización de las sociedades modernas, aún existía la opción de dar marcha atrás así como vías para canalizar un pensamiento diferente. Es decir, como recuerda Fisher, había "imposibles" que luego se volvieron "realistas", como las feroces privatizaciones y desnacionalizaciones de lo público que se dieron durante esa década al tiempo que los sindicatos perdían dramáticamente influencia, lo que debe hacernos reflexionar sobre la ductilidad de conceptos tan categóricos en la superficie. Lo posible siempre llega regulado por la política, y así Badiou, al calificar estas reformas, alborada del pensamiento único del "realismo capitalista", recalca que fueron las que dieron carta de naturaleza al cambio de paradigma: lo que una vez fue practicable devenía en imposible, mientras se volvía susceptible de lucro para una minoría lo que antes escapaba a esa condición.

La escritura sencilla y clara o la voluntaria casi ausencia de notas que comentábamos arriba, no suponen que Fisher comparezca aquí solo o sin sanción. Foucault, Jameson y Badiou abrigan al británico, también apoyado en el análisis de la posmodernidad de Baudrillard y en la politización de la locura que Deleuze y Guattari articularon como manera de designar un límite (esquizofrénico) al exterior del capitalismo, a la hora de valorar el callejón sin aparente salida del posfordismo, una vez que a partir de la crisis del 2008 y de los rescates estatales de la banca, el pensamiento neoliberal y el neoconservadurismo firmaron para siempre sus incoherentes nupcias: un contrayente que explota el deseo, abarata la vida y la desarraiga, mientras el otro apuesta por la existencia regulada, reprimida y basada en una determinada inmutabilidad de las tradiciones. Este extraño y amorfo Frankenstein ideológico es el que viene largamente denunciando el filósofo Slavoj Zizek, principal y entusiasta valedor del alegato de Fisher, quien al igual que el esloveno espiga de entre los propios productos culturales del capitalismo (música, cine y literatura populares) los síntomas de sus contradicciones sistémicas. También como Zizek, Fisher encuentra en lo real lacaniano esa ilimitada "x impávida" que recorta cualquier "realismo" en su sospechosa misión de hacerse pasar por el "orden natural de las cosas"; ambos convergen, por último, en la perturbadora acusación a la burocratización de nuestras administraciones públicas, en especial en lo que a la educación se refiere, batería de procedimientos absurdos y alienantes que el neoliberal antes ridiculizaba en el totalitarismo estalinista y que ahora favorece en unas instituciones donde parece importar más la correcta representación de los servicios que su provechoso ejercicio o mejoramiento.

Lo valioso del opúsculo de Fisher, de todas maneras, es que desciende a ese "realismo" que pretende criticar, ya que mucho más que sus citas a la autoridad pesa su extenso anecdotario de profesor en un terciario, donde el bipolarismo generalizado del alumnado ha cristalizado en lo que el autor denomina la "hedonia depresiva", otra abrupta reunión de contrarios propia del realismo capitalista: un cuadro depresivo que en vez de llevar a la abulia incapacita al joven a buscar otra cosa que no sea su propio placer. No resulta nada difícil expandir este reconocible colapso mental a otros cuerpos sociales en este nuestro posfordismo, una vez abandonados los férreos límites de la disciplina (el trabajador como preso) por los difusos del control (el trabajador como deudor adicto); lo arduo, sin duda, pasará por revitalizar lo común a partir de lo que por ahora somos: individuos en una postergación indefinida ("en formación constante" pero sobre los que se ha decretado que "no hay nada a largo plazo") que han intercambiado el ocio por periodos constantes de desempleo; desconexiones estresantes, incapacitadoras y embarazosas de una sociedad injusta y burocratizada donde el sentimentalismo desbancó a la moralidad.

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